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Andrés Silva Piotrowsky
Foto: Fernando Eloy
La Jornada Maya

Viernes 5 de junio, 2020

Llegar a vivir a Mérida no fue fácil. Era la opción más lejana de las tres que tenían contempladas. Las otras dos fueron descartadas por puros lugares comunes; Jalapa no, porque siempre llueve y Guadalajara ya tenía trazas de mucha violencia. Al final, elegir Mérida no fue menos baladí: ahí había familiares.

Como todos los migrantes, llegaron llenos de ilusiones; alquilaron una pequeña casa por Brisas y buscaban trabajo en los avisos de ocasión, tomando café. Su primer empleo fue en una enciclopedia en línea, como redactor de refritos científicos encontrados en páginas más o menos fidedignas de internet, cuyo auge era apenas otra ilusión.

Con sus ahorros pagaron el traspaso de un minisúper, en una colonia rica del norte. Ahí se encontraron con otros “foráneos”, con quienes establecieron cierta relación de amistad. Una pareja de ellos decidió volver a su lugar de origen y les dejó su casa. Era mucho más bonita, mucho más cómoda y la renta sorprendentemente accesible, así que ni dudarlo; la vida empezaba a acomodarse, su mujer atendía el changarro y él escribía en la red. Fluía algo de dinero y vivían en paz.

En la redacción, a quienes pensaba que serían sus amigos les propuso varias veces venir a su casa a tomar un trago; nunca le dijeron que no, pero nunca sucedió. La comunicación se tornó cada vez más complicada, pero él no sabía en qué consistía tal complicación. Había algo que no embonaba; todo mundo era muy amable, pero no lograba conectar con sus compañeros de chamba. A veces tenía la sensación de que todos lo miraban con un dejo de desprecio y sorna, como si entre ellos supieran algo que él no podía percibir. Alguna vez le comentó sonriendo a su esposa, que se sentía como en la película [i]Las brujas de Salem[/i] o [i]El bebé de Rosemary[/i]; había en el ambiente algo latente que lo incomodaba, con lo que no lograba dar.

Apenas comenzaba a familiarizarse con el lenguaje local, con sus giros verbales, con la peculiar forma de hacer convivir términos y frases de la lengua maya con arcaísmos castizos. Lo primero, ya se podrán imaginar: pelaná, pirish, xic, boboch, o, bien, escarpa, guiador, fo, arredovalla, “me quité” “se gastó” y, claro, “lo busco y no lo busco”. Pero no le había tocado la palabra huach. Digo no le había tocado con toda la intención, esa que define a las palabras que llegan hondo, que se meten en la conciencia, que literalmente tocan el alma.

Sabía perfectamente que vivía en un país que se discrimina a sí mismo, pero huach era peculiar. En la época de Salvador Alvarado, cuando sus militares marchaban sobre los charcos de agua, la onomatopeya producida era justamente huach-huach. Tal es uno de los orígenes atribuidos al término. No hay mucho más que decir acerca de que a Alvarado y a sus tropas hasta la fecha se les sigue considerando, en algunos círculos, como invasores, y a los invasores se les “tolera”, pero nunca se les integra.

Saberse huach, sentirse definido como huach, le ayudó a precisar los gestos socarrones, la amable hostilidad a la que se enfrentaba en el trabajo y que no había podido nombrar hasta entonces. Todo le era ajeno, no cabía duda, y él era un foráneo, un invasor más en la península. ¡Qué extraña sensación la de saber que estás en tu país, pero en una región donde no se te ve, donde no se te quiere como propio!

La peregrina idea de una especie de balcanización que no requiere establecer más fronteras para fragmentar a un país se quedó a vivir en su imaginación. Pensó que la violencia de la que venía huyendo, tiene aún más senderos insondables. Pensó en tomar sus cosas y marcharse; pero no, se quedó. Al fin uno siempre es un migrante, por eso decidió asumir sus pasos de huach.

Poco a poco, la capital comercial de la península fue cobrando una condición más cosmopolita, más “incluyente” con lo que viene de afuera, que es cada vez más, y la sensación de ser un extraño en su tierra se fue diluyendo; aunque hay inercias que son para quedarse. De los familiares, por los que decidieron trasladar su residencia a Yucatán, ni hablar; la mayor cercanía que lograron fue que les dijeran de cariño huachitos.

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Edición: Elsa Torres


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