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Felipe Escalante Tió
Foto: El Padre Clarencio (1906)
La Jornada Maya

Viernes 5 de junio, 2020

La historia de la formación de Yucatán es una que bien podría titularse “Nos reservamos el derecho de admisión”. Privilegio y exclusión se han construido al mismo tiempo, y el proceso ha llevado tanto tiempo que bastan detalles para identificar a qué nivel se pertenece y por lo tanto, a qué se tiene acceso, cuáles son los “derechos” a los que se puede aspirar y cómo se espera que uno actúe.

Si tomamos como punto de partida las discusiones de la primera constitución estatal (1825) hallaremos que una de las primeras preocupaciones fue la calidad de los indígenas mayas. ¿Se les podía admitir como ciudadanos? Aquel primer congreso constituyente, donde por supuesto no había mayas, decidió que tanto tiempo bajo el influjo de las leyes de Indias había empobrecido a la etnia y por lo tanto les sería imposible cumplir con la obligación principal: el pago de impuestos.

La decisión no era menor. El pago de la contribución personal conllevaba el derecho a participar en la vida pública estatal, más allá de la comunidad. Sobre los indígenas ya pesaban otras cargas, como las obvenciones, la contribución parroquial y limosnas nada voluntarias a la Iglesia -no olvidemos que el catolicismo fue religión del Estado y la única permitida en todo el país hasta 1857 - que en realidad disminuían la capacidad de pago para el gobierno. Así, se hizo pasar como un beneficio el no cobrarles este tributo, manteniéndolos en la subordinación y excluyéndolos de la conformación de la comunidad tomadora de decisiones, de la nación.

[b]Dos proyectos en pugna[/b]

Casi un par de décadas después, todo el país se debatía entre el federalismo y el centralismo como sistemas de gobierno. Los yucatecos de entonces se pronunciaron por el primer sistema, aunque los caudillos locales pretendieran mantenerse como déspotas en el espacio local. Hacia finales de la década de 1830 surgió un nombre que fue el héroe militar contra el centralismo pero que poco después fue condenado al olvido: Santiago Imán.

En la historia recuperada por Arturo Taracena en [i]De héroes olvidados: Santiago Imán, los huites y los antecedentes bélicos de la Guerra de Castas[/i] (UNAM, 2015), destacan las proclamas de este caudillo, convocando a los hijos de Nachi Cocom y Tutul Xiu a enfrentarse a “los hijos de los aztecas”. Con las armas, o incluso con la leyenda de que las tropas mexicanas enviadas por Santa Anna prefirieron rendirse antes de enfrentar un número ficticio de mayas semidesnudos, los denominados huites, provenientes de los pueblos de frontera del oriente de la península, a donde llegaban pocos blancos. Imán llamaba a la conformación de una ciudadanía a partir de la formación en las armas, pero su proyecto encontró poco eco entre los ilustrados de Mérida y Campeche.

Las proclamas de Imán se oponían a otro proyecto, el diseñado por Justo Sierra O’Reilly y su círculo de intelectuales, mucho más próximos al poder político (Sierra era yerno de Santiago Méndez, quien en varias ocasiones ocupó la gubernatura) y a quienes los indígenas contemporáneos les resultaban un pueblo degradado, incapaz de mayor avance. Incluso, el propio Sierra negaba que los constructores de Chichén Itzá y Uxmal hubieran sido los ancestros directos de los mayas a su alrededor. Por mera curiosidad, el lector puede revisar un capítulo de la obra histórica cumbre de este autor, Los indios de Yucatán; me permito recomendar el dedicado a la rebelión de Jacinto Canek y que por ejercicio cuente cuántas veces llama “los nuestros” a las tropas españolas.

El estallido de la Guerra de Castas fue la piedra angular para la construcción de un discurso que a su vez derribó al de Imán: los españoles habían tenido razón en prohibir a los indios portar armas, los indígenas tenían un odio atávico a los blancos, y era necesario someterlos para evitar que eliminaran a quienes representaban a la civilización. No en balde cuando se dio por concluida la guerra, los festejos incluyeron repiques de campanas en las iglesias, disparos de salvas y hasta el reparto de cervezas en la Plaza Grande de Mérida.

[b]Los impropios del porfiriato[/b]

Para 1909, el panorama había cambiado. Entre la guerra, la estabilidad del régimen de Porfirio Díaz, y una ley electoral particular de Yucatán, que desde la década de 1870 estableció el sufragio universal (únicamente para hombres, eso sí), la entidad llegó a una elección de gobernador que enfrentó a Enrique Muñoz Arístegui, integrante del grupo de Olegario Molina que dirigía la política y dominaba la economía estatal desde 1901, y Delio Moreno Cantón, heredero político del general Francisco Cantón, quien había antecedido a Molina en el cargo y su grupo se veía capaz de volver al gobierno.

Uno de los periódicos de campaña de la época, [i]La Palabra[/i], nos deja un testimonio de cómo eran representados los partidarios de Moreno Cantón, a los que llama “los morenitos”. En general, la prensa de Muñoz Arístegui reprodujo una imagen de discriminación contra la población indígena y mestiza de Yucatán, asociando como valores negativos el tener un fenotipo maya y militar en el Centro Electoral Independiente (CEI), que postulaba a Delio Moreno.

Lo cierto es que el CEI había movilizado a una clientela de desplazados, integrada por migrantes del campo a la ciudad: mecánicos, obreros, dependientes del comercio, carpinteros, trabajadores de la construcción, entre otros y, como novedad, también a las mujeres. Para la prensa de la Unión Democrática, de los molinistas, estos eran “los impropios”. Mientras, en todo el país, se discutía si se debía limitar el sufragio a quienes supieran leer y escribir -lo que aún así significaba un avance para una parte de la población mexicana, los morenistas pretendían impulsar el sufragio universal; siempre masculino. Lo que estaba en juego era el control del voto, la influencia de los grupos políticos; mientras los liberales técnicos (molinistas) recurrían a “las personas de mayor significación social” para justificarse como autoridades/interlocutores ante el gobierno nacional; los morenistas -pese a provenir del conservadurismo partidario del Segundo Imperio -, por su parte acusaban que se había abandonado el ideal de la constitución de 1857.

Pero el retrato está ahí, el de personas de piel cobriza, pauperizados, atrapados en un estrato social que más asemeja a una casta; sin poder figurar como empresarios, retratados como una masa inculta, movilizada por titiriteros blancos a cambio de unas monedas, algo de comer o unos tragos de aguardiente, integrantes de un mundo divido entre indios y “gente de razón”. Entre chanzas, se les llamaba “los morenitos de color, aquellos cenicitos” o “los Uicabes y los Uques”, en oposición a políticos de rasgos caucásicos o que al menos no tenían “muy de indio la color”.

Queda preguntarle a la historia si vale la pena mantener estas anclas de desigualdad y represión simbólica, si no sería más fácil reconocernos como iguales, antes de la violencia.

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Edición: Elsa Torres


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