José Ramón Enríquez
Foto: Sexto Piso
La Jornada Maya
Miércoles 15 de abril, 2020
Gilberto Owen declaraba, en 1951, que tuvo “amigos, en la Edad Media, que me enseñaron cómo debe escribirse” La danza de la muerte. Valeria Luiselli, en cambio, no está interesada en escribir a la manera medieval sino “una novela silenciosa”, y así lo declara al principio de [i]Los ingrávidos[/i] (Sexto Piso, 2011).
Quiere escribir “una novela silenciosa para no despertar a los niños”. Por mi parte, durante la cuarentena por el coronavirus en que me siento obligado a caminar de puntas para no despertar a los fantasmas, porque en mi casa no hay niños, estos días resultan perfectos para volver al principio de la narrativa de Valeria Luiselli, aunque lo noticioso sobre ella radique en que acaba de recibir el Premio Rathbones Folio, “por su obra de ficción autobiográfica ferozmente imaginativa” [i]Desierto sonoro[/i], también publicada por Sexto Piso.
No es que prefiera una novela sobre la otra sino que, en [i]Los ingrávidos[/i], Valeria Luiselli y Gilberto Owen se encuentran en el Metro de Nueva York y eso me entusiasma. Un encuentro imposible en la realidad pero perfectamente explicable en la ficción, inclusive en ese subgénero que han dado en llamar “ficción autobiográfica”. El poeta muerto en Filadelfia, en 1952, viene a confundirse con una narradora nacida en la Ciudad de México, en 1983. Y el encuentro se realiza ya bien entrado el siglo XXI, más o menos 10 años antes de la llegada de este coronavirus que me confina.
A primera vista y por elemental orden cronológico es Valeria Luiselli quien convoca a Gilberto Owen por motivos que pueden ir de lo académico a lo laboral y a lo literario, según se vea. Pudiera ser una brillante doctora en literatura comparada que escribe un trabajo para alguna universidad, mientras atiende a sus dos pequeños hijos y aprende de ellos a usar nuevas formas del lenguaje, junto a su marido guionista; pero también ser el personaje de una novela que trabaja como lectora en una editorial; y, desde todo lo anterior, convertirse en la angustiada narradora de su vida doméstica a quien nace la idea de escribir una novela paralela sobre Owen.
En [i]Los ingrávidos[/i] todo puede ser y no ser al mismo tiempo y en el mismo sentido aunque Aristóteles sostuviera lo contrario. Es más, lo fundamental parece ser contradecir a Aristóteles y, al hacerlo, partir de que la narradora es narrada al tiempo de narrar. Es tan sólo una criatura más del mismo Gilberto Owen que descubriera Nueva York como “nomás un poema. Nada más. Una teoría de una teoría fantasma de fantasma”. Lo decía hace casi un siglo.
En este tiempo de ciudades fantasmales y miedos compartidos, en una época impensable hace un siglo y hace unos cuantos meses, en una geografía que nada tiene que ver con Sinaloa, Nueva York o la Ciudad de México, concluyo que desde su “teoría fantasma de fantasma” es Gilberto Owen quien convoca a Valeria Luiselli porque todo escritor es siervo de un fantasma.
Desde esa perspectiva gozo la primera novela de ella como he gozado también [i]La llama fría[/i], primera novela de él, aunque nada tengan que ver la una con la otra excepto el doloroso proceso de sus respectivos desamores porque, si amar duele, desamar duele mucho más, hasta llevar a la ingravidez de lo cercano y a la heladez de lo que fue una llama.
¿No será [i]Los ingrávidos[/i] aquella Danza de la muerte que quería escribir como su último libro Gilberto Owen, de la que hablaba desde Filadelfia, en 1951? Entonces y por carta declaraba aquello de sus amigos en la Edad Media: “Ellos lo hacían bastante bien. Pero yo me quemo mucho más cuando escribo”. ¿No acabará escribiendo, algún día, Valeria Luiselli alguna Llama fría?
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Edición: Ana Ordaz
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