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La Jornada Maya
Foto: Notimex

Miércoles 15 de abril, 2020

México es un régimen presidencial federal; como tal, la doctrina de ese tipo de arreglos institucionales deja muy claras las reglas de competencia que le corresponden a cada orden de gobierno. La federación regula, los estados ejecutan y los municipios administran servicios.

Los límites y competencias de cada quien deberían ser fáciles de entender. El problema en México es que, por décadas, los gobernadores se dedicaron a pasársela bien, ser virreyes, emprender algunas acciones de relumbrón, traer camionetas de lujo y jets privados. Lo más que hacía el gobernador era “bajar” recursos para las urgencias administrativas de fin de año o fondear su proyecto consentido. La federación y el Presidente hacían el resto, ésa era una de las claves del régimen presidencial: la displicencia de unos y la omnipresencia de otro.

La política social, que en una federación es típicamente estatal, en México es dominantemente federal; lo mismo la política educativa, de salud y la política fiscal. Hoy, producto de la pandemia, de nuevas tensiones y transformaciones políticas, los gobernadores han tenido que despertar de su modorra. Este despertar, sin embargo, ha coincidido con un presidente que desea una transformación acelerada que se dicte desde el centro de forma unipersonal.

El Presidente quiere fortalecer el presidencialismo como una herramienta contundente para hacer realidad una transformación nacional y, simultáneamente, los gobernadores más serios y activos, han descubierto que tienen un campo de acción muy amplio en la ley y en la realidad política. Ese es el dilema.

Ni por error el Presidente quiere asumir que su papel es esencialmente regulatorio, él quiere hacer y ejecutar. Los gobernadores, por su parte, no quieren ser todos vasallos, especialmente en este momento que, a nivel local, las presiones sociales, económicas y de salud por el COVID-19 parecieran chocar de frente con la apatía o lentitud federal ante la emergencia sanitaria.

[b]Aparente indiferencia[/b]

El vacío que ha generado la aparente indiferencia presidencial ante medidas de blindaje económico y de protección del empleo, ha sido llenado por gobernadores con ideas propias y con programas con distinto nivel de innovación, creatividad y efectividad. Sin embargo, quien sigue teniendo el dinero y los recursos para respuestas de gran magnitud es la federación, así que la creatividad o innovación no bastan.

En Yucatán, el programa de Seguro de Desempleo, por ejemplo, ha sido un éxito en la convocatoria social, pero ya quedó claro que el sostenerlo o expandirlo será imposible sin el compromiso federal. Ante esa realidad, el gobierno local ha propuesto que el programa se convierta en un esquema “peso a peso”, para mezclar y sumar recursos estatales y federales. El estado puede proponer esquemas, pero sólo si la federación “le entra” se podrán sostener en el largo plazo.

Ante todo eso, el Presidente -que es quien por el momento tiene el dinero- no tiene prisa y parece no querer actuar en lo económico contra la pandemia. Los gobernadores sienten la urgencia de hacer algo porque la presión social sobre ellos es más directa, personal y con rostro que lo que se puede sentir en Palacio Nacional, pero les faltan recursos. El choque es inevitable y va a transformar al país y el acuerdo federal.

Si nos vamos a la doctrina, el combate de la pandemia, los programas sociales y de fomento económico para responder a ella, deberían ser eminentemente locales, con un gran esquema de inyección de recursos federales. El problema es que los estados apenas empiezan a desarrollar su propia base fiscal y de diseño de política pública.

En ese marco, hay tres resultados posibles. Lo primero que puede ocurrir es que fuera de declaraciones y jaloneos, pasada la pandemia, todo vuelva a la normalidad de gobernadores que se la pasan gestionando ante la federación y de una federación que se extralimita en sus funciones. Lo mismo de siempre.

El segundo escenario sería que la federación asfixie a los estados, les niegue recursos y aproveche esta pandemia para expandir su poder, llevando a México a un centralismo de facto en lo presupuestario y la toma de decisiones de política pública.

El tercer escenario es que los estados, por fin y después de casi 150 años, hagan valer el federalismo y, pasada la pandemia, veamos a las entidades crear sus propias estrategias fiscales, tomar papeles más activos en la política social real, la promoción de la economía en serio y el reparto de los recursos federales. En este contexto tendríamos una federación más diversa y con soluciones más cercanas a las singularidades locales y regionales, con un Presidente que sería el Jefe de Estado y el Jefe de un gobierno federal regulador que pone las reglas generales de la cancha, pero no define las jugadas específicas.

En suma, lo que estamos viendo es un verdadero debate por el destino del ideal federalista en México, uno que la realidad de la pandemia ha puesto sobre la mesa. En un lado están las entidades con gobernadores decididos, los que quieren construir respuestas adecuadas para su comunidad, algo para lo que requerirán expandir su presencia y disponer de más recursos. Por el otro, tenemos un Presidente que quiere centralizar todo para acelerar los cambios que propone en su 4T. Ése es el choque de trenes que viene, y el resultado de esa “pandemia federal” va a definir el rumbo del país por décadas.

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Edición: Ana Ordaz


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