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Ulises Carrillo Cabrera
Foto: Fernando Eloy
La Jornada Maya

Lunes 13 de abril, 2020

El 11 de abril, después del mediodía, el oído musical más sofisticado que tenía Yucatán dejó de escuchar. Dejó, también, de pensar el cerebro más completo que ha visto esta región en generaciones: lleno de creatividad, capacidad, orden, magia, viajes, amor y generosidad. Se nos fue don Adolfo Patrón Luján, un verdadero hombre renacentista. Una criatura legendaria, uno de esos colosos que nos renuevan la confianza en el ser humano; uno de esos especímenes que saben de todo y en todo son formidables.

Es curioso, o tal vez así lo planeó -don Adolfo era capaz de hacerlo-, pero el creador del Resistol 850, el pegamento por antonomasia de los carpinteros, se nos fue un Sábado de Gloria. Decidió morirse el día que conmemoramos el luto por un carpintero, hijo también de un carpintero. Nos preguntamos cuántas cruces contemporáneas se mantienen unidas por el acetato de polivinilo que don Adolfo decidió envasar en frascos de plástico; recipientes que ahora son ubicuos en fábricas, casas y escuelas.

Adolfo Patrón tuvo muchas virtudes y vicios bien cultivados, como alguien complejo e inteligente siempre lo hace. Sin embargo, su excepcionalidad se construye en torno a un verdadero milagro del espíritu: nunca lo tentaron ni el poder ni la riqueza.

Ni la política, ni las cuentas bancarias con muchos ceros lo atrajeron jamás. Lo suyo era la vida. Sus cómplices fueron la música, el conocimiento, recorrer kilómetros, probar sabores, coleccionar imágenes y trabajar; sus compañeros de viaje fueron sus amigos entrañables, sus hijos, sus nietos, sus adorados bisnietos y, claro, su absoluto igual: Margarita. Hombre de mundo y de familia. Una buena dualidad que le exigió y lo hizo mejor a él y a los suyos.

Su vicio era crear, siempre y en todo momento. La única intolerancia que le conocimos y en eso sí él era absoluto: era la plática tonta con sus aseveraciones frívolas. Nunca tuvo paciencia para la ignorancia o la pereza. Odiaba la estrechez de miras.

Era un gran ocioso, en el sentido griego de la palabra, que debería ser la única acepción. Aprovechó el confort que él mismo construyó, no para gozarlo torpemente, sino para crear cosas que nadie más podía materializar, por capacidad o circunstancia.

En su retiro, en la pausa del fin de la vida laboral, se dio a la disciplina y al trabajo ingrato de ser la principal fuerza creadora de una de las mejores orquestas sinfónicas del país, la Orquesta Sinfónica de Yucatán. Sacaba paciencia para tratar con algunas burocracias y personajes soviéticos, por torpes y obtusos, y obtener la atención de quienes no amaban la música con gran pasión, pero sí podían entender proyectos trascendentes. Siempre capitán de ejércitos dispares; ahí está el Campus Santa Fe de la Universidad Iberoamericana como otra muestra de su capacidad para unir fuerzas enfrentadas y hacerlas construir un nuevo comienzo.

Premios y medallas le sobraron, los ponía en una vitrina en un rincón de la biblioteca, en su “egoteca de cristal”, como él la llamaba. Los escondía, pero los apreciaba como memorias personales, sin vanidad alguna. Eran puntos de referencia y nada más. Creo que le emocionaba más presumir con el pecho en alto y los ojos brillantes que él había asistido a todos -sí, a todos, en vivo y en el estadio- los partidos mundialistas de Pelé, en Suecia 1958, Chile 1962, Inglaterra 1966 y México 1970. Uno podía pasar horas recordando con él jugadas de fútbol, hasta el mínimo detalle, con la pasión de un integrante de una barra brava; lo mismo con la ópera, los conciertos y lo que ocurría con los pelotaris en el Frontón México en aquellas épocas de gloria de la capital mexicana.

Estaba enamorado del ser humano, de lo que podemos ser y alcanzar. Por eso sabía comer muy bien. Por comer bien, estamos hablando de dos buenos platos de pozole acompañados de vino y postre. Gozaba el mondongo y, como hombre civilizado, era amante del curry, el chutney y, claro, amaba el picante.

Podríamos seguir escribiendo, pero sería ocioso (en el sentido no griego de la palabra), porque él -cosa muy rara entre los personajes mexicanos esenciales- nos dejó sus memorias como resumen de conocimiento acumulado, hasta en eso generoso. Basta decir que partió un gigante que nos dio el privilegio de caminar a su lado. Nadie va a llenar su lugar. No hay manera. Sin embargo, nos quedamos con dos breves alegorías que dicen mucho: una foto y un libro.

La foto es en Angkor Wat en 1962; sí, en esos tiempos remotos en los que una visita a Camboya rayaba en la aventura; y él no fue como turista, sino buscando oportunidades, productos y mercados. El libro, en cambio, es un tomo que descansa en su librero, un tesoro discreto como él: la primera edición del [i]Canto General[/i] de Pablo Neruda, con ilustraciones de Diego Rivera y David Alfaro Siqueiros, con firma autógrafa de los tres gigantes. Ese era don Adolfo, un hombre que, parafraseando a Neruda, sabía que “no hay más destino que el que nos hacemos a pura sangre, a mano”.

Que esté en paz, pero estamos seguros que no se irá a descansar. No era su estilo.

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Edición: Elsa Torres


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