de

del

Rafael Robles de Benito
Foto: Afp
La Jornada Maya

Viernes 27 de marzo, 2020

Desde hace unos cuantos días, a la sombra de las restricciones a la movilidad que nos tienen a cada vez más personas resguardadas en la relativa seguridad de nuestros hogares, han estado surgiendo en los medios –y desde luego en las “benditas redes sociales”, como diría nuestro gran timonel– cada vez más noticias acerca de lo que se pretende presentar como efectos benéficos de la pandemia.

Las hay desde la toma de una manada de venadas cruzando por una calle urbana (imagen seguramente montada por algún dueño de criadero o administrador de parque zoológico) mientras una voz sostiene que los animales vuelven a ocupar el espacio que la urbe les arrebató, hasta la declaración del trabajador de limpia que dice que hay menos basura, pasando por las imágenes desde el espacio “demostrando” que han disminuido las emisiones de gases y partículas a la atmósfera, o diversas imágenes que caricaturizan un planeta feliz por no tener humanos encima, o por tenerlos en pausa.

Es cierto, todos requerimos un soplo de optimismo, y resulta divertido ver este alud interminable de memes, mensajes y “noticias”. Pero pensar que son indicadores de que el mundo va a ser muy diferente una vez que se levante la emergencia, resulta francamente ingenuo. Cuando termine la cuarentena, se reanuden labores, abran de nuevo escuelas y comercios, y reanuden sus servicios regulares las líneas aéreas, los barcos diversos, los hoteles y los servicios de entretenimiento y “sano esparcimiento”, saldremos precipitadamente a recuperar pérdidas, reiniciar actividades, viajar por el mundo y extraer sus recursos con la misma voracidad de siempre, si no es que más.

[b]Una golondrina no hace verano[/b]

Si me permiten abusar por un momento de la analogía de la golondrina y el verano, reportar un día la disminución de emisiones a la atmósfera, gracias a la suspensión de labores, no significa que vaya a aparecer un movimiento universal y permanente de desarrollo industrial bajo en emisiones y amigable con el ambiente. Ver un loro perchado en un árbol urbano no significa que las parvadas de psitácidos que veíamos hace un tiempo en nuestras ciudades tropicales regresen de la noche a la mañana, a salvo de traficantes y cazadores. Y la declaración de un trabajador municipal que no ha llenado su cubo de basura en un día de cuarentena, no implica que mañana dejaremos de generar residuos en cantidades astronómicas. En el mejor de los casos, todas estas señales harán que pensemos un poco en el mundo que quisiéramos ver, y nos hagan preguntarnos qué debemos hacer para alcanzar esa aspiración.

En esta oportunidad para reflexionar acerca de cómo ha funcionado nuestro mundo bajo el peso de la modernidad y sus excesos, ha resucitado una teoría tan rancia como enternecedora: la propuesta de que nuestro planeta (Gaia), es una suerte de metaorganismo que padece una enfermedad genuinamente pandémica: nosotros, y que lo que hace con estas explosiones de enfermedades epizoóticas no es más que intentar sanar. La analogía es atractiva, y sirve para invitar a reflexiones éticas que pueden resultar interesantes, y hasta producir planteamientos axiológicos capaces de modificar nuestras conductas sociales y nuestras relaciones con el entorno. Sirve también para generar posturas preñadas de misticismo y religiosidad. Peor me temo que para lo que no sirve es para proponer soluciones concretas, arreglos de gobernanza, políticas públicas eficaces y realizables. En fin, que la idea esta bonita, e invita a la sonrisa y al suspiro, pero no es lo que necesitamos hoy.

[b]Construir sustentabilidad[/b]

Ahora necesitamos más bien la construcción de posiciones serias, que contribuyan a ayudarnos a modificar la forma en que nos apropiamos de nuestro entorno, de modo que esta interacción garantice que perduren en el planeta las condiciones para que sigamos vivos, mejoremos la calidad de nuestra presencia en el mundo, y nos aseguremos de que quienes seguirán después de nuestro paso por aquí, tengan oportunidades claras para continuar en ese mismo tenor. En una palabra, tendremos que construir sustentabilidad.

Esto entraña una suerte de golpe de timón cultural. Para lograrlo, habrá que tener claro que la cultura es lo que el quehacer humano añade a la naturaleza, cosa muy distinta a decir, como lo ha dicho Víctor Manuel Toledo, que la cultura “es una secreción de la naturaleza”. Esta posición desesperanzadora nos deja en el sitio de meros espectadores de lo que Gaia (que “secreta cultura”) quiera depararnos, en su calidad de deidad volitiva y caprichosa. La absoluta condición humana de la construcción de cultura es lo que nos hace, primero, capaces de transformar el rumbo que ha tenido nuestro modo de construir el paisaje; es decir, de apropiarnos de la naturaleza. Y segundo, nos hace responsables de promover este cambio de rumbo antes de que nos quedemos sin posibilidades de garantizar vida a nuestros descendientes.

El titular de la Semarnat dice algunas otras cosas que resultan inquietantes, y que no quiero dejar pasar la oportunidad de comentar, así sea brevemente. Dice, por ejemplo, que “la modernidad ha sucumbido”. Sin embargo, lo cierto es que la manera en que estamos enfrentando la actual pandemia, la forma en que compartimos información, y en que trabajamos desde el aislamiento prudencial, los recursos con que contamos para conocer nuestro entorno, y para transformarlo, son todos elementos de una modernidad que no solamente no ha sucumbido, sino que –constructo cultural que es– nos de elementos para transformar y mejorar nuestras relaciones entre nosotros y con nuestro entorno. Hay que plantear formas revolucionarias de usar esta modernidad y su caja de herramientas para mejorar nuestra condición humana.

Dice también que “se están multiplicando pensamientos peligrosos que ponen en duda el andamiaje total de una civilización”. Erigirse en un juez capaz de determinar qué pensamientos son peligrosos y cuáles no resulta cuando menos arrogante. En tanto que los pensamientos sean eso: ideas, no entrañan peligro alguno, ni amenazan a lo que hemos elegido llamar civilización. Cuando enarbolamos esos pensamientos como consignas para respaldar o justificar acciones que discriminan, enfrentan, excluyen, reprimen o censuran, entonces sí tenemos un problema. Lo que entraña entonces un peligro es el ejercicio del poder desde una perspectiva que excluye y que divide. Ojalá no caigamos en ello, sometidos al miedo de la circunstancia pandémica, o de la crisis climática, o las presiones económicas.

[b]La próxima guerra[/b]

Pero abonando a esas divisiones que sí despiertan temor, Don Víctor nos propone identificar a un enemigo, y promete una guerra próxima, que no puede acabar bien para nadie, cuando nos dice que los enemigos son los que integran las listas de Fortune, y que entonces “contra ellos será la próxima guerra”. Estos discursos incendiarios, cuando provienen de quienes se supone que conducen la nave del estado para que todos lleguemos a buen puerto, parecen derrotar su propósito al invitarnos a la confrontación permanente, como cuando el presidente de todos los mexicanos insiste en referirse a “nuestros adversarios”. ¿Gobiernan entonces solamente para algunos sectores?, ¿consideran que los que tenemos opiniones distintas de las que declaran alojamos “pensamientos peligrosos”? Para mí que ahora más que nunca deberíamos estar escuchando los puntos de vista más dispares, discutiéndolos con serenidad y con disposición a cambiar nuestras posiciones, entendiendo con una pizca de humildad que, si no nos ayudamos todos a construir un futuro aceptable, el que nos espera tras esta catástrofe sanitaria no resulta para nada prometedor.

Cierro esta serie de reflexiones con una cita más del doctor Toledo. Nos dice que al transcurrir la emergencia que hoy nos tiene recluidos, “el mundo ya no será el mismo”. Ojalá esto fuese una verdad como un templo, pero mucho me temo que no, que el mundo seguirá siendo el mismo, sujeto a las mismas relaciones de poder, a los mismos conflictos entre clases y pueblos, a la misma avidez depredadora, y a la inconsciencia que no ve que el camino en que transitan nuestros distintos arreglos sociales es uno de autodestrucción, con estructuras nada resilientes, y con un proceso de apropiación del ambiente que es cualquier cosa menos sustentable.

Estoy en el fondo de acuerdo con lo que propone este último aserto de Toledo, pero lo matizo en el siguiente sentido: tras la emergencia sanitaria, nosotros ya no seremos los mismos, y espero que eso implique que hemos aprendido a ser algo más solidarios, justos, incluyentes y libertarios, y mucho, pero mucho más puestos en enmendar el rumbo, para construir sociedades más acordes con las exigencias que impone el ambiente, más empeñados en la sustentabilidad, mejor dispuestos a modificar nuestros modos de producción y de consumo hacia un rumbo que no nos arrastre a una catástrofe climática que no podamos reparar.

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Edición: Elsa Torres


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