de

del

Rafael Robles de Benito
Foto: Reuters
La Jornada Maya

Lunes 23 de marzo, 2020

Aunque parezca que me curo en salud, vaya de entrada un par de advertencias. En primer lugar, no pretendo minimizar la importancia de la pandemia del COVID-19. Su impacto es severo a varios niveles, nada despreciable en términos de decesos, padecimientos, y consecuencias sociales del aislamiento, por no hablar de los impactos económicos, que han hecho temblar las bolsas de valores, moverse la cotización de divisas diversas, suspender procesos productivos y movimiento de productos, y un largo etcétera de consecuencias que no es mi intención detallar en esta nota.

En segundo lugar, tampoco pretendo sumarme al ruido ambiente de voces que ofrecen teorías, interpretaciones, cifras más o menos inventadas e irresponsables, consejos y recomendaciones, o sospechas de conspiraciones y confabulaciones con fines oscuros y bizarros. De hecho, estoy convencido de que, en situaciones de emergencia, deberíamos tener la sensatez social de hacer caso de una sola voz autorizada, y actuar en consecuencia. Más allá de las discusiones críticas acerca de lo oportuno o acertado de las medidas adoptadas por las autoridades, deberíamos reconocer en la Secretaría de Salud y la OMS las voces formales que deben normar nuestra conducta.

Dicho lo anterior, estos días de emergencia sanitaria han dado lugar a un montón de reflexiones –y discusiones– acerca de asuntos de lo más diversos. De entre ese mar de ideas, una línea de pensamiento se me ha ido convirtiendo en cantilena cotidiana: ¿cómo es que un virus logra, en cuestión de unas semanas, poner en jaque la economía global, detener el avance arrollador de múltiples actividades productivas, industriales o no, y desquiciar la movilidad por aire mar y tierra de millones de personas; mientras que la emergencia climática lleva décadas amenazando la vida en el planeta, tal como la conocemos, y no hemos sido capaz de generar un movimiento consistente que modifique nuestra manera de arrasar con los recursos y servicios del planeta?

Quizá el asunto se reduzca a lo que dice uno de los millares de memes que han salido a la luz en estos días: “El cambio climático necesita contratar al mismo publicista que el COVID-19”. Humoradas aparte, quedemos con que la comunicación sí es una parte fundamental del problema.

Quienes nos dedicamos profesionalmente a atender de alguna forma el tema del cambio climático, sabemos que éste tiene efectos profundos sobre la salud humana, y que al estar ligado con actividades productivas que deterioran el ambiente (generando diferentes procesos de contaminación), está también relacionado con la muerte de millares de personas. A esto hay que sumar el hecho de que, si no logramos mitigar su avance, y si no logramos adaptarnos a sus impactos, enfrentaremos un mundo en el que resultará cada vez más difícil encontrar alimentos suficientes y adecuados para una población creciente (habrá seguramente hambrunas severas que afectarán a las naciones más pobres y, en ellas, a los sectores más vulnerables, como los pobres, los ancianos y los niños), nos enfrentaremos a más frecuentes y peores eventos meteorológicos catastróficos, que también significarán la muerte de muchas personas. También se generarán condiciones que ocasionarán el surgimiento de nuevas enfermedades zoonóticas y de otros tipos, que habremos de combatir con costos que el COVID-19 apenas empieza a mostrarnos. Y morirán no solamente personas: se extinguirán especies, y se deteriorarán ecosistemas hasta resultar incapaces de sostener procesos de vida.

El COVID-19, con los bemoles que se quiera, y con todas las críticas que se han desatado hacia los organismos internacionales y los gobiernos de todos los niveles, ha convocado a una reunión social masiva y solidaria, que estoy seguro de que más temprano que tarde determinará que se abatan las tasas de contagio a niveles manejables. Convencido de que el nuevo virus llegó para quedarse, y no importa de qué tamaño sean los esfuerzos para combatirlo, no se logrará exterminarlo por completo, sí se puede afirmar que, en un plazo relativamente breve, se le contendrá de manera que se recupere el ritmo acostumbrado y frecuentemente frenético de nuestra vida cotidiana.

Mientras tanto, aceptamos con serenidad que países enteros nieguen la existencia de un procesos global de cambio climático, nos quedamos tan tranquilos cuando se anuncia que no seremos capaces de alcanzar las metas de reducción de gases de efecto invernadero requeridas para evitar que la temperatura del mundo ascienda más de 1.5° centígrados, quemamos los bosques, tiramos venenos por los suelos y aguas del mundo, producimos y usamos objetos que son basura desde el momento mismo de su fabricación (eso es lo que en realidad quiere decir que sean desechables).

No sé si el asunto resida nada más en el hecho de que un virus que se transmite por el aerosol de saliva me va a contagiar a mí por el mero hecho de estar cerca de una persona que lo porte, mientras que lo que veo del cambio climático es que unas morsas se caen por un precipicio, o que un oso polar está flaco y se balancea en frágil equilibrio sobre un témpano que se va derritiendo; es decir, que no sé si la diferencia entre un proceso y otro sea solamente que el contagio viral es más cercano e inmediato, y por eso nos preocupa más y nos hace responder más rápida y rigurosamente. De lo que sí estoy convencido es de que el cambio climático global representa un riesgo más letal y permanente para la salud humana, para la economía, y para la permanencia de la vida en el planeta, que lo que representa el virus que hoy nos tiene tan aterrados.

Cuando he tratado de argumentar esto, durante las conversaciones de sobremesa familiar, o con compañeros y colaboradores de trabajo, se me suele acusar de irresponsable, evasivo y poco solidario. Se piensa que solamente estoy desviando la atención para sacarle la vuelta a la urgencia del momento, que desprecio la preocupación de quienes sí logran ver el problema en su terrorífica dimensión real, y que mi posición me coloca en riesgo de sufrir sin remedio un contagio inmediato y fulminante. Nada de esto es cierto. Creo que todos debemos tomar de manera oportuna y con toda seriedad las medidas preventivas acordes al momento por el que atravesamos. Ni más, ni menos. Creo que todos debemos cuidarnos escrupulosamente, para así cuidar solidariamente de todos quienes nos rodean. Creo que debemos informarnos día a día y acatar con rigor las recomendaciones que nos hacen expertos y autoridades. Todo esto está fuera de discusión. Pero pensar que esto debe ocupar toda nuestra conciencia, y que supera y borra el resto de los problemas que enfrenta nuestra sociedad, es un exceso.

Mucho me temo que continuaremos predicando en el desierto. Nuestras mentes parecen mejor preparadas para reaccionar ante una amenaza a nuestra individualidad en la inmediatez, que para encarar una amenaza a la vida como acontecer planetario. Enfrentar el cambio climático global no es algo que se pueda hacer con una cuarentena, un toque de queda, o un par de semanas sin salir de casa. Para mitigar sus efectos no servirá lavarse las manos a menudo, ni estornudar en el antebrazo, ni mantenerse a un metro de distancia del vecino. Enfrentar el impacto del cambio climático implica cambiar nuestras maneras de apropiarnos el paisaje, disminuir de veras el consumo de combustibles fósiles, reducir nuestra demanda de energía, dejar de desperdiciar alimentos, movernos de manera más eficiente, cultivar alimentos de otras maneras, más ambientalmente amigables, destinar recursos importantes a la conservación de los ecosistemas y la biodiversidad… En una palabra, emprender una honda revolución que cambie de manera definitiva, y antes de que sea demasiado tarde, la forma en que los humanos nos relacionamos con el resto de la naturaleza. ¿Qué gobierno, qué organización internacional, qué colectivo político está dispuesto a asumir la responsabilidad de emprender esta labor?

Firmamos acuerdos grandilocuentes, confirmamos el compromiso de cumplir con contribuciones nacionalmente determinadas para abatir el incremento de la temperatura del planeta, lanzamos hermosos discursos conservacionistas, gastamos ríos de tinta en reportar modelos de cambio y proponer estrategias y programas, pero en realidad, en el fondo, no estamos dispuestos a cambiar el statu quo prevaleciente. Esto lo sabe una niña de diecisiete o dieciocho años, pero no hay organización responsable que se atreva a cambiar realmente el rumbo. El coronavirus nos acompañará durante el resto del paso del hombre por el planeta, nos hará toser y padecer fiebres y dolores. Pero lo que acabará con nosotros será el cambio climático global. Y ese lo habremos ocasionado, impulsado y mantenido nosotros mismos.

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Edición: Elsa Torres


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