José Ramón Enríquez
La Jornada Maya
Miércoles 4 de marzo, 2020
Admiro la narrativa que, construida en un aparente tono menor, va creciendo hasta adentrarse en regiones inconfesables del alma humana, el caso de Luis Landero cuya [i]Lluvia fina[/i] (Tusquets, 2019) parte de seres comunes y llega hasta escalofriantes nudos de víboras.
Desde su irrupción en la literatura con [i]Juegos de la edad tardía[/i] ha sabido desmontar los mecanismos de realidad e imaginación en el territorio de la infancia, brutal pero imborrable, al que volvemos todos no importa edad ni condición social. La infancia con sus juegos y sus formas de grabarse en la memoria.
En esta, su más reciente novela, nos muestra la decencia amarga de la pequeña burguesía que cubre su indecencia, como lo hiciera Buñuel, salvadas todas las distancias, con El discreto encanto de la burguesía. Una clase media tendiente a desaparecer y que ha tenido en todos los rincones del planeta su florecimiento a lo largo del siglo pasado. Florecimiento lleno de trampas, de plástico y apariencias, de falsas bondades.
Todo es bonito pero triste como suele decir la cuñada oficial de la familia, paciente recipiendaria de las confidencias, los anhelos y los secretos de dos hermanas, un hermano y, de vez en cuando, una madre. La madre que ha logrado salir de la pobreza a fuerza del trabajo, la sequedad, los sacrificios y la forma de peinarse el moño para que nunca se salga ni un cabello de su sitio ni una debilidad aflore a la superficie.
Una familia cuyo padre fue fundador de leyenda y punto de partida para las incapacidades del presente. Un padre que aun en vida encabezaba la estantigua, como llaman a lo que en Galicia se conoce como la Santa Compaña, la procesión de los fantasmas, por todos tan temida porque los muertos salen de sus tumbas y no se les ve pero se les siente, y todos de distinta forma, a la manera de los testigos de Rashomon. Y una madre percibida desde la muerte del padre como la madrastra o la bruja por todos tan odiada, aun cuando todos le declaren amor y gratitud. O sea, historias comunes y corrientes de ciudad.
Pero, aunque esté llena de fantasmas y secretos inconfesables, la novela de Luis Landero, extremeño, no ocurre en la Galicia de la Santa Compaña ni en ninguna ciudad en especial que tenga aún memoria de la estantigua, ocurre en cualquier ciudad de cualquier país. Sus personajes son vecinos nuestros o nos clavan la mirada desde nuestro propio espejo. Sólo importa que sea una ciudad, uno de esos desbordantes núcleos urbanos de una población que continúa siendo atraída hasta la náusea desde el mundo rural que se queda cada vez más vacío y cada vez más pobre. Un fenómeno que se repite en cualquier rincón del planeta.
Así, aunque resulte un absurdo, la urbanidad es otro valor de esa pequeña burguesía que se quiere bonita pero se sabe triste. Un valor que se vuelve gestualidad más cruel cuanto más crecen las urbes, inhóspitas, y más difícil resulta abandonarlas. Urbes hipertrofiadas que nunca soñó la Revolución Industrial al provocarlas ni los diseñadores que las propiciaron, ni los arquitectos ni los funcionarios que las mantienen con pésimos servicios.
La novela de Landero traza las pesadillas de esa clase media resumida en los tres hermanos, que aseguran amarse al tiempo que se envidian los unos a los otros, como debió ocurrir a Caín, el que no quiso ser guardián de su hermano.
Muy bien hilado el personaje de la cuñada oficial que a todos escucha me queda a deber, sin embargo, en el final de la novela. Me falta la relación con su hija autista y su mundo que, como todos los vividos con esa condición, debía de ser un contraste definitivo y muy atractivo.
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