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Rafael Robles de Benito
Foto: Juan Manuel Valdivia
La Jornada Maya

Jueves 20 de febrero, 2020

Últimamente se ha hablado mucho acerca del cambio climático global, y de los efectos que tiene sobre diversos aspectos de la vida humana. La actividad pesquera no podía resultar ajena a esta serie de discusiones, y el tema resulta de importancia indudable para los estados de la península de Yucatán.

Es un lugar común, al menos en el seno de la comunidad científica y los interesados en el tema (que debiéramos ser todos), decir que las especies de importancia pesquera están migrando en busca de aguas más frías. A esto podría añadirse que seguramente están sucediendo cambios en la distribución de las zonas de surgencia en el océano. Estas zonas son los sitios en el planeta donde el agua que corre por el fondo del mar, llamada “superfría”, procedente de los polos impelida por el peso del hielo, corre hacia el ecuador, se va calentando y asciende a la superficie al chocar con las masas continentales.

Aunque sé que esto es una sobresimplificación, explica en parte por qué en algunas zonas surge una gran cantidad de nutrientes que alimentan las cadenas tróficas oceánicas y dan cuenta de la presencia de importantes pesquerías, como es el caso de la anchoveta frente a costas peruanas. Las grandes poblaciones de organismos marinos perseguirán las zonas donde las características del agua y la disponibilidad de nutrientes les resulten más favorables, y esto modificará desde luego la disponibilidad de las pesquerías.

[b]Mitigación y adaptación[/b]

Ahora bien, en la atención a los impactos generados en las comunidades humanas por el cambio climático global se han emprendido en términos generales dos grandes vías: la mitigación, y la adaptación.

En términos muy generales, la primera vía consiste en buscar maneras para disminuir las emisiones a la atmósfera de gases de efecto invernadero, e incrementar la capacidad de los ecosistemas para capturar o secuestrar carbono atmosférico. La segunda, que es la que interesa a esta reflexión, consiste en reconocer la presencia inescapable del cambio en el clima y sus consecuencias, y encontrar formas de adaptación que permitan a las comunidades humanas construir formas de vida de calidad, a la luz de los nuevos escenarios ambientales.

Es claro que poco podremos hacer para evitar el avance de fenómenos de envergadura global como los que acontecen en el océano. Seguirán su curso sin importar decisiones de política pública, modificaciones en el curso del desarrollo de los pueblos, o movimientos sociales conservacionistas.

Tendremos, pues, que adaptarnos a los escenarios emergentes y, para hacerlo, debiéramos en primer lugar entender cómo nos apropiamos de los recursos y servicios ambientales oceánicos, cómo es que estas prácticas interactúan con las modificaciones generadas por el cambio climático global, y qué debemos –y podemos– hacer para que nuestras prácticas puedan sostenerse como fuentes de bienestar y de riqueza, y no colapsen y se conviertan en fuente de pugnas estériles y factores que contribuyan a agravar la ya de por sí lacerante pobreza de nuestros pueblos.

[b]Reconocer el problema[/b]

Reconocer la presencia y la importancia del cambio climático puede resultar un excelente pretexto político para perpetuar el status quo: si las cosas suceden porque el clima cambia, entonces no son resultado de los arreglos sociales, las políticas públicas y las condiciones y variables económicas que conducen nuestros procesos de apropiación del entorno.

Ver las cosas así no solamente contribuye a exonerar a quienes depredan los recursos del planeta, comercian con ellos a la manera del crimen organizado (como en el caso del pepino de mar y la totoaba), y perpetúan las condiciones de pobreza y explotación de la mayoría de los pescadores de nuestro país (y de muchas otras partes del mundo).

Para que podamos adaptarnos como sociedad (y como comunidades costeras, dependientes de la pesca) a los retos que representa el cambio climático, deberemos proponer una narrativa diferente: es cierto, las nuevas condiciones oceánicas están ocasionando cambios importantes en la distribución y la abundancia de los organismos que interesan a la actividad económica de la pesca. Para que ésta pueda ser un factor constructor de bienestar humano, tenemos que llevarla a cabo de una manera distinta a la que ha imperado hasta ahora, y eso implica ante todo la revisión de la suerte de contrato social bajo el que se lleva a cabo.

En primerísima instancia hay que poner fin a la extracción de recursos del mar, concebida como una estrategia de “pan para hoy, aunque resulte en hambre para mañana”. Y esto no tiene que ver con el clima. Como en casi todos los casos relacionados con los recursos naturales, no hay un factor único que, por sí solo, pueda dar cuenta de lo que sucede.

Mencionaré aquí solamente algunos de los más conspicuos.

El desorden del sector pesquero, que admite la presencia y la actividad de centenares de pescadores furtivos, hace que la presión sobre los recursos sea considerablemente mayor que la que reportan oficialmente los datos de captura amparados por permisos de pesca. El impacto de pesquerías plagadas de irregularidades –como la del pepino de mar– sobre las poblaciones de otras especies de interés comercial es una presión adicional, relevante, pero no cuantificada. Dicho de otra manera, desconocemos el impacto que significa que los “pescadores” de pepino capturen para su consumo, o para la venta irregular, caracoles, langostas, pulpos y diversas especies de escama.

La simulación de los permisos de pesca de fomento, que dejan de ser recursos de investigación de biología pesquera, para convertirse en refugio de oscuras prácticas comerciales, continúa siendo una importante presión sobre algunos recursos, como ciertos crustáceos, moluscos y equinodermos. La insistente violación de periodos de veda y la falta de voluntad para respetar las tallas de captura autorizadas, como en el caso de la langosta, el pulpo o el mero, son otro factor que contribuye a que se acreciente la presión sobre los recursos, al abatir el número de individuos adultos y reproductores en las poblaciones.

[b]Ordenamiento y apego a la normatividad[/b]

Parece pues evidente que la primera medida de adaptación del sector pesquero ante el impacto del cambio climático global debiera ser su ordenamiento, y su apego a la normatividad vigente.

El gobierno del estado de Yucatán ha emprendido medidas plausibles que abonan a este objetivo, si bien descansan en la decisión de aportar una suerte de subsidio paliativo a los pescadores del sector social para enfrentar la temporada de veda del mero. Que estos esfuerzos logren ver superadas las resistencias que un sector amafiado, con arraigadas conductas caciquiles y medievales, está por verse, pero no resta valor al esfuerzo estatal.

Sin embargo, hay que reconocer que el ordenamiento, dada la situación actual de los recursos disponibles, no es suficiente.

Otro camino que habría que recorrer en el estado es el de la construcción y operación eficaz de refugios pesqueros, áreas que, con el consenso comprometido de las comunidades de pescadores, quedaran del todo excluidas a la actividad pesquera, de modo que se pudiera garantizar en ellas la presencia de cantidades relevantes de biomasa, en poblaciones de las especies más interesantes para el sector, de modo tal que el aprovechamiento de los excedentes se realizará únicamente sobre la porción de las poblaciones accesible fuera de los polígonos establecidos como refugio, que debieran incluir superficies considerables de los humedales costeros dominados por manglares, donde se desarrollan porciones importantes de los ciclos de vida de un buen número de especies de interés comercial.

Una vía adicional de adaptación tendría que atravesar por la modificación de equipos y artes de pesca, de modo tal que los miembros del sector cuenten con las herramientas necesarias para lograr acceso a los recursos en sus nuevas áreas de distribución. Y otra medida elemental para contribuir a la adaptación del sector implicaría que una porción significativa de quienes hoy se ostentan pescadores derivara hacia otras actividades económicas relacionadas con su modo de vida como residentes de comunidades costeras, como la maricultura, el turismo, o la pesca deportiva de captura y liberación, para lanzar sólo tres ideas al vuelo.

El problema con estas últimas tres propuestas es que significan un profundo cambio en las conductas de los habitantes de la costa, de manera tal que, si se pretende lograr que sus comunidades resulten resilientes y sustentables en escenarios generados por la actual emergencia climática, tendrán que vencer mecanismos profundamente arraigados de resistencia a adoptar nuevas estrategias de vida y de relación con el paisaje y sus recursos y servicios.

Si tuviese que resumir en una sola palabra lo que se requiere para poder avanzar hacia la adaptación a los cambios generados por la crisis del clima, ésta sería “Educación”. Pero la educación implica plazos con los que no contamos: no se trata solamente de formar nuevas generaciones de pescadores –y en general, de usuarios del paisaje costero– acordes con las condiciones ambientales emergentes, sino que se trata además de modificar las formas en las que los actuales residentes de la costa no agraven, a través de sus conductas, las ya de por sí catastróficas consecuencias de un cambio de envergadura global, cuya mitigación escapa a su capacidad de acción.

Así las cosas, más allá del loable esfuerzo de ordenamiento emprendido por el ejecutivo estatal, se requieren además esfuerzos adicionales en materia de fortalecimiento de las capacidades locales, educación para la adaptación, gobernanza eficaz, gobernabilidad robusta, además de reconstrucción de la economía pesquera y el tejido social de las comunidades de la costa. Un reto más que formidable, que demandará recursos, capacidad profesional, compromiso ético y, por encima y a través de todo, voluntad política.

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