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José Ramón Enríquez
La Jornada Maya

Miércoles 12 de febrero, 2020

El arranque, desde la frase inicial, remite a Rulfo, pero la deriva hacia el infierno del personaje remite a Malcolm Lowry, y el delirio obliga a pensar en mucho más atrás, en Thomas de Quincey. Sin embargo, con todos los cruces que se quiera, muy pronto [i]Una cita con la Lady[/i] (Anagrama, 2019), de Mateo García Elizondo, se demuestra como referencia única de sí misma.

Para bien y para mal el autor y su obra, tal como el personaje, están cruelmente solos. Todo viaje a los horrores de los antros que existen en el interior de una persona, llegue o no a las puertas de la propia muerte, es intransferible y dolorosamente solitario. No hay siquiera Caronte ni su barca hacia los lugares últimos, ni Azael, ni Mictlantecuhtli; sólo miedo, la terrible soledad y los espejos.

Sería injusto, por tanto, tratar de forzar el relato de ese viaje con la búsqueda de influencias o de árboles genealógicos en su autor. Él mismo así lo declara en las entrevistas que ha dado a propósito de la publicación de [i]Una cita con la Lady[/i].

Se trata de una primera novela, seguramente construida con mucho de ficción pero también con mucho de experiencias cercanas y así debe leerse, acompañando el descenso sin más aparatos para elaborar un juicio que aquella compasión de los antiguos griegos que significaba compartir humildemente el pathós de un personaje esencialmente trágico. Ya entenderá el lector por qué resulta un gozo amargo su lectura cuanto más humilde y generosa compañía prestemos al personaje.

Pero aunque se trata de un viaje sin retorno hacia la muerte y eso debería bastar, no puede dejarse de lado que la causante del antiheroísmo es justamente la heroína, cuyo nombre paradójico duele con solo pronunciarse. Yo, por lo menos, nunca he conocido los paraísos artificiales frecuentados por De Quincey, Baudelaire, Rimbaud o Jean Cocteau, y que dieron lugar al [i]Aullido[/i] fundacional de Ginsberg.

Sin embargo, sí puedo entender el viaje hacia el delirio y a los mismos bordes de la barranca que he vivido y vivió Poe. El alcohol no es heroína ni fue sintetizado por la Casa Bayer (junto con la aspirina en algo que se antoja una paradoja o una broma diabólica), pero también se puede volver una espiral de miedo y dependencia, de amor y odio. Y, así, desde la humildad de la experiencia alcohólica he soltado las amarras para acompañar el patetismo de la barca hacia una destrucción cocinada en los infiernos de la heroína. Ella es la Lady a cuyo abrazo final se lanza el personaje de Mateo García Elizondo.

Todos aquellos con los que se va encontrando, los vivos y los muertos, incluidos los perros, se niegan a representar algo seguro, un posible madero al que aferrarse durante la espiral descendente que nunca habrá de terminar, porque no hay puerto o nunca avistaremos ninguno. Tal vez este descenso eterno en espiral más o menos acelerada sea la mejor definición de los infiernos. Y así lo hace ver el autor no sólo a su personaje, también a sus lectores: “la vida sin ella ni siquiera es vida”.

Seguramente de su experiencia como guionista le viene esa capacidad para ver con nitidez las imágenes que inmediatamente transcribe el personaje en una libreta que, junto con el kit para cocinar la droga y las jeringas, es lo único que nunca lo abandona. Abandonado por todo lo demás simplemente se arrastra a los pies de su señora como un caballero herido que ha dejado en girones cualquier memoria del joven que debió haber sido al inicio de su viaje sacrificial.

Nunca sabremos si le sonríe la Lady o lo mira con desprecio como a tantos que llegaron, en idénticas condiciones, para cumplir su cita impostergable.

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