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del

Nalliely Hernández C.*
La Jornada Maya

Viernes 31 de enero, 2020

En los últimos años, pero particularmente en los últimos meses, uno de los [i]trending topics[/i] culturales es, sin duda, el tema de la ecología. Una polémica Greta Thunberg; el activismo de personajes como Leonardo di Caprio en contra del cambio climático; inundaciones desastrosas; la imagen de una tortuga muriendo a causa de los popotes (o pajillas) tirados al mar; los impactantes incendios en Australia que movilizan incluso a la sociedad [i]hollywoodense[/i] con emotivos mensajes y gordos donativos, han puesto sobre la mesa pública el tema de los constantes desastres ecológicos del mundo contemporáneo.

El panorama parece desolador: la mayoría de los peces que comemos contienen plástico, dicen los estudios, toneladas de basura forman islas sobre el mar, el deshielo de los glaciares anuncia el hundimiento de parte de las tierras continentales, y un largo y bien conocido etcétera. Más que desolador, resulta apocalíptico. Al mismo tiempo, gobiernos y sociedad parecen reaccionar a través de importantes cumbres, la última en Davos; nuevas legislaciones se proponen disminuir emisiones contaminantes o prohíben las bolsas de plástico (la recién entrada en vigor ley en la Ciudad de México); una exitosa campaña promueve evitar el uso de popotes (de lo más inmediatamente exitoso que yo he visto); además de las ya más longevas políticas de reciclaje y formas de organización con huertos domésticos y demás medidas locales. Pero queda la sensación de que no será suficiente.

[b]'El jardín de los delirios'[/b]

Sin embargo, más allá de mi gusto por tomar bebidas con popote, siempre encontré algo sospechoso en muchas de las actitudes de la ecología contemporánea. La respuesta la encontré en un valiente, irónico y erudito libro que escribió Ramón del Castillo, [i]El jardín de los delirios[/i]. Me explico. El texto es valiente porque se atreve a cuestionar los supuestos que subyacen en buena parte de la actitud ecológica contemporánea, lo cual puede ser visto con muy malos y políticamente incorrectos ojos, o como él mismo dice, “uno puede crearse bastantes enemigos”. No se me malentienda. No es que a Del Castillo no le importe la ecología o el futuro del planeta (el texto es demasiado largo para que le sea indiferente). Por el contrario, desde mi punto de vista, la primera tesis que atraviesa todo el texto es que la actitud ecológica predominante en nuestras sociedades está fundada en una concepción metafísica de la naturaleza, que funge como teología y deriva en una actitud religiosa y dogmática ante esta. La segunda tesis, en conexión con la primera, es que buena parte de estas concepciones despolitizan la ecología y ello evita una crítica más compleja del origen y solución de los problemas ecológicos, que deja intactos los mecanismos sociales y económicos ligados a esta situación.

El texto es lúdico y ameno porque Del Castillo cuestiona estos supuestos a partir de un relato que intercala su vivencia personal con naturalistas y ecologistas, desde una posición completamente terrenal que, aunque intenta, no logra apropiarse de ese sentimiento profundo o sublime con la naturaleza y lo conecta con agudos cuestionamientos teóricos. Con la habilidad narrativa que le caracteriza y su tono provocador (que también le caracteriza), se sirve del urbanismo, paisajismo, la historia de los movimientos ecológicos en distintas partes del mundo, cine, música, comida, geografía, etc. Así, un tono desenfadado, pero que también resulta erudito, le permite navegar por la sociología, la antropología, la epistemología, la ontología, la política, la estética o la literatura, por poner algunos ejemplos, con fluidez y sin preocupación por dominios o demarcaciones. Aunque el texto lo encontré en la sección de sociología de la librería, en él encontramos filosofía de los jardines, teoría política, urbanismo estrafalario y espeluznante o una vasta crítica de cine, entre otras muchas cosas.

En relación a la primera tesis, la metafísica de la naturaleza la rastrea a través de creencias, imágenes y actitudes que encuentra en las concepciones de la naturaleza de los ecologistas. Por ejemplo, el hecho de que el discurso de la sostenibilidad esté basado en una imagen de lo natural como un todo armonioso y equilibrado. Lo que llama en el texto un ambientalista purista piensa que nuestra relación con la naturaleza tiene un significado profundo que hemos pervertido y distorsionado, y que es necesario recuperar: “el último secreto sobre la misteriosa posición del hombre en el cosmos”. Así, describe con desembarazo y extrañeza esta exigencia de sacralidad y sublimidad que en sus anecdóticos paseos por la naturaleza (en los que él está más bien preocupado por los piquetes de mosquitos) sus compañeros naturalistas demandan: “Cuando salían de un bosque espeso y descubrían un collado elevado desde donde se contemplaba un valle, no te comentaban simplemente lo magnífica que era la vista o el día tan bonito que estábamos pasando, sino que te miraban como exigiéndote un gesto de agradecimiento, una mirada al cielo, una bajada de cabeza, algo que probara tu reconocimiento de que el cosmos era sagrado”.

Este naturalismo, afirma el texto, convierte tal sacralidad en una obligación moral directa con la naturaleza. Por ello, su crítica sigue a autores como Alain Roger en su afirmación sin tapujos de que la “ecología es un lodazal de biologismo y de teología, y no deberíamos de fiarnos de los devotos de la Naturaleza”. Y en seguida cuestiona: ¿Quién ha dicho que el respeto a la naturaleza en sí misma evite más desastres? Y agregaría yo, siguiéndole: ¿o que muestre el fondo del problema? Por el contrario, en un subtítulo por demás provocador “La naturaleza no existe” defiende lúcidamente una concepción social de ésta, pues ni una perspectiva espiritual ni una científica nos permite hablar de ambientes puramente o neutralmente biológicos. La naturaleza la hemos inventado y destruido en ese mismo camino. Por lo tanto, no requerimos una moralidad fundada en una reflexión profunda sobre el Ser Natural. En sus palabras: “No es bueno respetar nada en este mundo excepto otros seres humanos y que eso que algunos consideran sagrado, La Naturaleza, no es más que otra invención humana (como antes lo fue Dios), un objeto de adoración y respeto, cuyas supuestas leyes están por encima de cualesquiera leyes que los humanos se pueden imponer a sí mismos”. En un tono plenamente secular, nos dice, no hace falta y, más aún, no resulta conveniente esta perspectiva trascendental de lo Natural y unas leyes inherentes a esta, más allá de lo humano, para tratarla.

[b]Acciones drásticas[/b]

Insisto. No se trata de una actitud antiecológica, sino que el desastre ecológico no exige un fundamentalismo y relato mítico de lo natural, sino acciones políticas drásticas que no sean más que acuerdos humanos guiados por nuestro propio interés, aún si no estamos ciertos de dónde nos dejarán parados exactamente. Podemos encontrar en esta actitud cierta resonancia con el concepto proveniente de la teoría crítica de Adorno en torno a la “teología inversa”. El teórico crítico, siguiendo a Walter Benjamin, considera que la sociedad moderna se ha ido deshaciendo del dios cristiano, pero ha construido un nuevo mito en torno al capitalismo (el intercambio de mercancías y el consecuente fetichismo). A través de su dialéctica negativa, nos dice Fotini Vaki, Adorno pretende construir una crítica, que sigue a Hegel al mostrar las tensiones, contradicciones o inconsistencias de cómo son y han sido las cosas pero que se aleja de él cuando piensa que eso lleva necesariamente a una nueva forma de vida más completa y racional. Adorno es escéptico de las utopías, y como Del Castillo, esta dialéctica sólo vislumbra indirectamente, y con más esperanza que certeza, cómo podrían mejorar las cosas. Pero ello siempre sucede a partir de nuestra situación concreta, y no de ningún mito, viejo ni nuevo.

La crítica anterior y la perspectiva social de la naturaleza nos lleva a la segunda tesis: la despolitización. En primer lugar, el discurso de la sostenibilidad guiado por la idea de que una humanidad genérica o global requiere de una acción cooperativa mundial ante el desastre ecológico invisibiliza las diferencias económicas, históricas, geográficas y sociales concretas que resultan relevantes para determinar responsabilidades y acciones. Por otro lado, plantea el texto, la búsqueda de un consenso global también deja de lado el cuestionamiento de un orden económico asumido como natural, a saber, el capitalismo. Con ello, siguiendo a Erik Swyngdouw, Fisher y otros críticos, la política ambiental se reduce a una “mera regulación gerencial” que no cuestiona los efectos del capitalismo intrínsecos al modo de producción y consumo desenfrenado. Un ejemplo de esta despolitización es su análisis del movimiento hortelano que en ocasiones fomenta moralismos y evita hacer frente al fondo político (como hacer frente a industrias como la de Monsanto). Porque como dice la cita recuperada de Rebecca Solnit: “Plantar un huerto no es sinónimo de plantarle cara al poder”.

Esta reflexión sobre la capitalización de la naturaleza le acerca a reflexiones como la ya mencionada de Solnit o de Žižek, con quien coincide en que la ecología se puede convertir en una forma de ideología dominante del nuevo siglo que cumple la función de la religión (o de una de las religiones, al parecer, hay muchas). Pero se aleja del último, en su actitud cínica y volteando hacia una producción, no purista pero verdaderamente democrática de la naturaleza.

En definitiva, la propuesta es hacer ecología sin el mito de la naturaleza, pero más imperativo resulta “hacer política ecológica sin tanta filosofía”. Así, la ecología no se convierte en un lujo de elites progresistas o una nueva forma o fase de la acumulación del capital (un nuevo mercado), sino en “una victoria política sobre una sociedad a la que se priva del poder de decidir sobre su futuro”. Un texto indispensable para repensar la crisis ecológica y para pasar un buen y mal rato (por paradójico que parezca) entre edificios futuristas, paisajes apocalípticos, pelis de ciencias ficción, jardines extravagantes, entre otras cosas.

*Profesora e investigadora de la Universidad de Guadalajara.

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