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del

Rafael Robles de Benito
Foto: Rodrigo Díaz Guzmán
La Jornada Maya

Viernes 24 de enero, 2020

Con los ojos todavía llenos de las imágenes de incendios en California, el Amazonas y en Australia, además de –claro está– los de México durante el estiaje del año pasado, no puedo sino ver con preocupación que se aproxima una nueva “temporada de incendios” para nuestro país. Hablamos de temporadas de incendios como quien habla de estaciones del año: inevitables, periódicas y cíclicas. Pero no tienen que ser así. La cuestión es que seguimos atrapados en el uso del fuego como herramienta agropecuaria, encadenados en la aplicación de normas y leyes de quemas, y empeñados en sostener una práctica que resulta cada vez menos justificable y que no abona en nada a la sustentabilidad agroalimentaria.

Sabemos que casi todos los incendios forestales son provocados por actividades humanas, y que de esas actividades, las que más incendios ocasionan son la preparación de la tierra para cultivos o para la inducción de pastizales para la ganadería, o procesos de especulación y cambio de uso del suelo. Conocemos con bastante precisión las hectáreas de bosques que se pierden cada año por causa de incendios, y sabemos qué impacto tiene esto en la capacidad del país para cumplir con los compromisos contraídos en materia de captura de carbono y abatimiento de las emisiones de gases de efecto invernadero. Pero pensamos que basta con generar regulaciones, publicar calendarios de quemas y capacitar brigadas de combate de incendios es suficiente. Y pensamos además que con ser capaces de monitorear el avance del fuego desde satélites, es decir, con mostrarnos capaces de narrar el curso del desastre, atendemos nuestra responsabilidad. Y estamos mal.

La única manera en que podemos abatir la cantidad de hectáreas afectadas por incendios forestales atraviesa necesariamente por la modificación de las actuales prácticas agropecuarias (evitando utilizar el fuego como herramienta), e incrementando la capacidad de inspección, vigilancia y sanción, de manera que se pueda disuadir a quienes utilizan el fuego para generar procesos de cambio de uso del suelo y de especulación en el comercio de predios. El segundo punto es relativamente simple: implica solamente el fortalecimiento institucional, aunque al parecer, y a juzgar por las asignaciones presupuestales, la actual administración del ejecutivo federal renuncia a su papel en este renglón, al menos en lo que a medio ambiente respecta. El problema real, entre otras cosas por la dimensión de sus implicaciones sociales, es el que involucra las prácticas productivas de los agricultores de subsistencia.

Si asumimos que en nuestro país, y especialmente en el sureste, la producción de alimentos descansa –como dice la FAO– principalmente en los esfuerzos de los pequeños productores (ejidatarios y comunidades indígenas), que suelen cultivar el suelo mediante prácticas de roza, tumba y quema, colocamos sobre los hombros del sector rural socialmente más vulnerable, la responsabilidad del uso del fuego. Quizá en esta certeza resida la razón de ser de nuestra reticencia a avanzar de manera consistente en la suspensión del uso del fuego agropecuario. Nos escudamos en las dificultades que implica dejar de usarlo y aprender nuevas prácticas agrícolas y pecuarias, y nos refugiamos incluso en la falacia de que estamos respetando los saberes tradicionales y contribuyendo a su conservación.


[b]El campo envejece[/b]

En primer lugar, el campo en nuestro país tiende a envejecer: cada vez menos jóvenes se quedan en el medio rural a continuar produciendo a nivel de subsistencia, como lo hicieran sus padres y sus abuelos, de manera que los viejos se encuentran con que no hay a quién transmitir su “saber tradicional”. Y en segundo, los dueños de tal saber tradicional se comunican a través de teléfonos inteligentes, hacen uso de ordenadores y participan de las “benditas redes sociales”, o al menos a eso aspiran. Y usan agroquímicos, consumen alimentos industrializados y refrescos embotellados, y creen más en el pronóstico del tiempo del weather channel que en las cabañuelas.

Pretender, desde una posición “más papista que el papa”, que el saber tradicional es algo que debemos preservar contra viento y marea, porque representa “la sabiduría de nuestros ancestros” es hacer un paupérrimo favor a nuestros pueblos originarios, que saben muy bien que el saber cambia al cambiar las exigencias de la circunstancia. Hay que encontrar soluciones novedosas a los problemas nuevos que surgen ante un escenario sin precedentes de cambio climático, con una organización social y un esquema de tenencia de la tierra y apropiación del paisaje que ya no permiten que funcione como antes la agricultura tradicional. Hay que buscar –considerando, sí, que la milpa maya es un sólido patrimonio cultural– nuevas formas de hacer milpa, desde el conocimiento tradicional, pero en congruencia con lo que impone una realidad distinta. Hay, pues, que adaptarse, con las conocidas consecuencias para quienes no lo logren.

Convencido de que, aunque haya fundamentalismos que digan que esta posición es políticamente incorrecta, e incluso inmoral, insistiré en que ha llegado el tiempo de dejar de utilizar el fuego como herramienta agropecuaria, que hay que cambiar la milpa paradigmática por otra que no requiera este instrumento, pero que sea igual o más productiva (puede hacerse), y que hay que dejar detrás los instrumentos jurídicos que hoy siguen haciendo que se pueda quemar el monte en aras de continuar en un [i]status quo[/i] productivamente ineficaz y socialmente inequitativo.

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