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Condimentos de la vida

'Yo no sabía qué quería, pero sí sabía lo que no quería'
Foto: Jafet Kantún

Jorge Buenfil 

“Bueno chavo, pues ya terminaste la secundaria, ¿qué piensas hacer?”- esa fue la pregunta de mi padre por aquellos lejanos tiempos en que terminé la escuela. La verdad, yo no sabía qué quería, pero sí sabía lo que no quería.

Mi respuesta fue inmediata: ¡Me quiero ir a México!; pasó un buen rato de silencio, mientras tanto por mi cabeza corrían las películas de Mauricio Garcés, la Torre Latino, los carros, las grandes avenidas, el Zócalo, la fiesta...

El “no” rotundo de mi padre, me regresó a la realidad: ¡estás loco, ¿qué vas a hacer a México,? en Mérida hay un tecnológico muy bueno, ahí estudió tu hermano, (no y no)! 

Allá hay mucho bandido, afirmaba mi padre, cuando desde la mitad del solar de la casa, sonó una voz estentórea y salvadora: “Víctooor”.

Mi madre barría las hojas del patio y había escuchado nuestro diálogo e interrumpió para hacer alguna observación, “Víctooor”,  insistió, y el viejo le contestó: “Voy, negra”, detrás de su voz, sus pasos lo encaminaron a donde estaba Perla, mi madre, quien recargaba sus manos en la escoba; empezó la conversación; yo escuché varios “No, negra” y otros tantos: “Coño, déjalo que se vaya, es su vida”, hasta que se acabó la discusión.

Acto seguido, ambos vienen hacia mi; mi padre, con el rostro un poco descompuesto, me dijo: “Ya lo hablé con tu mamá y está bien, te vas a México, voy a ver si tu prima Teresa acepta que te quedes en su casa. 

Y sí, me fui a México, a pesar de que el viejo no quería; mi padre era un pan, pero era temeroso, sobre todo porque yo había sido un chamaco muy travieso e inquieto. Mi madre viajó conmigo a la gran ciudad para entregarme oficialmente con mi primos, Tere y René. Ellos serían desde ese momento en adelante mis padres defeños. Me sentí cómodo en el nuevo hogar y verdaderamente deslumbrado por el “monstruo”.

Perla se quedó solamente dos días y luego se regresó a Tekax, recuerdo, como si en este momento la estuviera viendo, su peculiar despedida: “Ya me voy, cuídate; si vas a estudiar estudia; lo que vayas a hacer, hazlo bien; nada mas te pido un favor, ‘no hagas pendejadas’. ¡Y se fue! 

Cuento todo esto, porque resulta que en este momento estoy cocinando, como a diario; es una de mis grandes pasiones y siempre que estoy en el trajín de los preparados culinarios, ella me viene a la mente, pues me enseñó el maravilloso arte de la cocina.

Después de dos años de estar en el DF extrañé la comida de mi “santa madre” y en mi viaje de vacaciones, en 1970, me acerqué cuando estaba en la cocina y le dije: “Perlis, quiero aprender a cocinar, ¿qué vas a hacer hoy?” 

– Chirmole, respondió, ve cómo lo hago y empezó el ritual.

– Pa’ que quede rico el pavo hay que darle una pasada en el carbón que está en el anafre...

Luego, vinieron una a una todas las indicaciones y a la hora en que vacía el pavo en la olla, toma un poco de sal con los dedos y pregunto: ¿Cuánto de sal le pones? Muestra la sal entre sus dedos: “Un chingadazo como este”; vuelvo a preguntar: ¿pero, cuánto es un chingadazo? Abre la mano y dice: así.

Con la cebollina, la misma historia, pero con sus cambios. ¿Y de eso, cuánto? Contesta: no mucho, un putacito, así.

No les hago el cuento largo, entre putazos de esto y chingadazos de aquello, aprendí a cocinar, gracias a mi madre.

Y sí, no puedo evitar, cuando cocino, recordarla, los olores, los sabores, los sonidos de la cocina, me remiten a sus ojos de pimienta, a su sonrisa canela, a sus manos de cebolla, a su corazón de achiote, a su humor de habanero a su inolvidable olor.

Mujer maravillosa.

Y sí, cocino diario y la recuerdo.

Ahora me perdonarán, pero tengo que ponerle un chingadazo de sal a mi comida. Hasta la próxima.

[email protected]

 

Edición: Laura Espejo


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