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El presidente colombiano, Iván Duque, oficializó ayer su solicitud al Legislativo de que se retire el impugnado proyecto de reforma tributaria elaborado por el ministro de Hacienda, Alberto Carrasquilla, que pretendía transferir a las clases medias y medias bajas el costo de los programas sociales y de las medidas de mitigación de la pandemia de Covid-19, pero dejaba intocado el injusto sistema hacendario que prácticamente exonera de obligaciones impositivas a los oligopolios, como los que controlan las actividades extractivas y las exportaciones de azúcar y plátano.

La iniciativa recrudeció las protestas callejeras que tienen lugar en Colombia desde el año pasado, y para echar más leña al fuego, los excesos represivos dejaron saldo de 13 muertos en cuatro días de manifestaciones.

Aunque es evidente que la decisión presidencial es resultado de la presión popular, el mandatario adujo que retiraba la reforma a fin de “evitar incertidumbre financiera” y pidió al Congreso que elabore una nueva iniciativa “por consenso”, lo que obliga a preguntarse por qué su gobierno no buscó el acuerdo nacional antes de presentar una serie de medidas fiscales que generaron una ola de repudio y abusos policiales que costaron vidas y que colocaron a su presidencia en una nueva cota de impopularidad.

En tales circunstancias, lo declarado ayer por Duque resulta demasiado poco y demasiado tarde para recomponer las cosas. En lo inmediato, la exigencia social se ha redirigido a la renuncia de Carrasquilla, un neoliberal puro y duro formado en Chicago que ya había encabezado el Ministerio de Hacienda en los periodos presidenciales de Álvaro Uribe y que si bien ha estabilizado las finanzas, lo ha hecho a costa de colocar a su país como el segundo más desigual en América Latina y de elevar la deuda pública y el déficit fiscal.

Más allá de la situación de Carrasquilla, principal garante y operador de los intereses oligárquicos y corporativos, es claro que el gobierno colombiano debe comprometerse en el abandono del modelo neoliberal, el cual no sólo ha agravado la inequidad y los contrastes sociales sino que ha ido acompañado de una grave corrupción y de un dispendio injustificable en las altas esferas del poder público.

En el caso colombiano queda claro que ninguna reforma hacendaria puede resolver la crisis política si no se adopta, además, un programa creíble de austeridad gubernamental y de lucha contra la corrupción.

Más aún, el Ejecutivo debe reactivar el plan de paz firmado en la administración anterior por el ex presidente Juan Manuel Santos y los dirigentes de las disueltas Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), cuya congelación por el actual gobierno ha dado lugar a nuevas masacres, asesinatos selectivos y, en general, a una reactivación de la violencia en la nación sudamericana.

En suma, si Duque quiere dejar atrás el descontento social que recorre Colombia y recuperar algo de la credibilidad que ha perdido en dos años y medio de ejercicio presidencial, debe emprender una reorientación general de los objetivos y lineamientos de gobierno.

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Edición: Emilio Gómez


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