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Por conducto de su consejero Miguel Ceballos, el presidente colombiano, Iván Duque, llamó ayer a un diálogo “entre quienes marchan” y quienes no marchan para dar cauce a las manifestaciones de rechazo a su administración, que se suceden sin pausa desde el pasado 28 de abril. Con un cinismo inaudito cuando, como saldo de la represión en nueve días de protestas, se contabilizan entre 24 y 37 muertos, el representante del mandatario sostuvo que “el país tiene que escuchar al gobierno”.

El clamor social contra Duque volvió a las calles en respuesta al intento de imponer una reforma fiscal incendiaria y antipopular, con la cual se buscaba trasladar a los golpeados sectores medios el costo de mantener los privilegios de la rapaz oligarquía que ha gobernado Colombia de forma ininterrumpida. Pese al retiro de esa imprudente iniciativa legal, las marchas se transformaron en un grito para exigir cambios en las políticas del gobierno conservador, y la represión consiguiente ha dejado un elevado saldo de víctimas mortales, debido a la incapacidad del mandatario y su entorno para procesar la disidencia por medios institucionales.

En ausencia de autocrítica por la desafortunada presentación de una reforma tan lesiva a las mayorías, en medio de la peor fase de la pandemia en territorio colombiano, así como por el contraproducente e inhumano abuso de la fuerza pública, el llamado al diálogo no denota prudencia o voluntad de enmienda, sino una profunda disociación de la realidad en el gobierno de Duque.

 

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Para que tales llamados sean una salida al descontento social, y no una nueva provocación, primero debe detenerse la brutalidad policial y hacerse justicia para las víctimas de la represión.

Además del talante autoritario y la absoluta falta de sensibilidad por parte de los pupilos políticos del ex presidente Álvaro Uribe, los acontecimientos de esta semana han vuelto a desnudar la hipocresía de las derechas de siempre: partidos políticos, medios de comunicación, organizaciones autodenominadas “de la sociedad civil” y otros que se proclaman paladines de la libertad, la democracia y los derechos humanos cuando se trata de desestabilizar a naciones que defienden su soberanía, ahora, mientras Duque manda tanquetas y helicópteros contra manifestantes inermes, permanecen en ominoso silencio.

En particular, ha resultado reveladora la inacción de organizaciones defensoras de las garantías individuales y colectivas afines a Washington, del propio Departamento de Estado y de la principal correa de transmisión de sus intereses en la región, la Organización de Estados Americanos, presidida por Luis Almagro.

Esas instancias, siempre prestas a apoyar actos de protesta contra gobiernos que no se pliegan a la voluntad de la Casa Blanca, han evadido cualquier posicionamiento real –en el caso del Departamento de Estado, no ha habido ninguno, y Almagro no ha hecho declaraciones a título personal– en torno a la que es, hoy, la mayor crisis institucional y de derechos humanos en el continente, con lo cual ratifican, por enésima ocasión, el doble rasero que guía sus agendas.

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Edición: Emilio Gómez


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