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del

Habitar hipiles

Tejer, bordar son actividades que median entre pasado y futuro
Foto: Fernando Eloy

María del Carmen Castillo Cisneros

 

Y tejían; unidas a grandes árboles dando comienzo al mundo. 

Como si el telar fuera esa rama fértil que se reproducía al compás de los pases de lanzadera. 

Su fruto; coloridos lienzos que escondían estampas de un territorio compartido. 

Y tejen, en pleno siglo XXI anudadas a árboles, columnas o cualquier elemento bien cimentado. 

Porque tejer siempre será trenzarse a la tierra para ser raíz, para dar frutos.

 

Tejer, bordar son actividades que median entre pasado y futuro. Hay un antes que requiere la preparación precisa y necesaria para después poder edificar un tejido prolijo y perfectamente labrado. Como la casa, los hipiles son construcciones fértiles, memorias en constante reproducción, habitación de linajes que se heredarán, creando lazos de familia con lienzos compartidos.

En Tlahuitoltepec, ja jëën, ja tëjk, ja kiipyi, ja mu’xpï, el fuego, la casa, lo que te carga, lo que te cobija, son vocablos utilizados para hablar del hogar y ello está relacionado con el fuego y por ende al sustento. Tradicionalmente, colocar horcones en las esquinas del terreno era símbolo de levantar una casa, cosa que se recuerda con la presencia de tres cigarros en toda ofrenda ritual que se hace en el cerro. La casa, esa morada que contiene y guarda, es más que una estructura física. Y los textiles, que también son cobijo, representan al igual que las viviendas, relatos armados, que en lugar de estar escritos con adobe y cal se escriben con hilo y aguja.

En Yucatán, se conoce como balo a cada una de las dos vigas rollizas que, en la tradicional casa maya, unen los horcones dos a dos para formar el sostén principal de la construcción y de esta manera queda montada la urdimbre sobre la que se tramará la vivienda familiar, una de techos de guano bien entrelazados. Del mismo modo que sobreviven los patrones de la unidad doméstica tradicional, continúan vivos los bordados macizos, calados, pespuntes, la huella de gato, el punto de cruz, el punto de tambor o la ancestral xmánikte’ o siempre viva, que semeja una serpiente en ascenso ahora sobre cuadrilles plastificados. Pequeños hogares elaborados por mujeres que con sus manos construyen.

Cuentan que en la costa de Oaxaca las abuelas aprendieron a urdir siguiendo el trazo que el viento dibujaba en el río y que de ahí idearon la manera de pasar los hilos entre dos carrizos para luego tramar su ropa. De esa visión nació el telar de cintura en pueblos mixtecos. Todo ello deja ver que muros y lienzos, construidos y tejidos, tejidos y construidos, parten de fuertes armazones cimentados en la memoria de sus moradores. 

Como podemos ver, trenzar la vida tiene una profundidad histórica y la trama social que nos envuelve como personas se desanuda y se reteje constantemente de acuerdo a sucesos acontecidos sean estos planeados, esperados o sorpresivos. De esta manera, la arquitectura, la vestimenta y la cocina tradicional; esos mantenimientos que son canasta básica de nuestros pueblos, han demostrado, contra todo pronóstico, su vigencia y dinamismo. Su plasticidad permite permanencia en el tiempo, uno que también los conduce al remiendo o a los parches; agrandándose o achicándose al gusto y necesidad de sus usuarios. 

Presiento que esto es posible porque los habitamos, porque instintivamente SOMOS en tanto existen; primigenios cobijos que aseguran nuestra supervivencia gracias al pacto establecido con  árboles bien plantados. Las habitantes de hipiles, caminamos el mundo arraigadas a las fibras de diferentes vegetales, respirando siempre el aroma de la tierra y permitiendo que esta, al penetrar nuestros pasos, viaje a nuestros sueños en un continuo de pasados y presentes y de estos, a la imaginación de posibles futuros.

 

Vestir un hipil es habitar el mundo a nuestras anchas

 sintiendo el arrullo que solo otorga la tierra como 

envoltorio-telar a cada ser que la puebla.



Edición: Estefanía Cardeña

 


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