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Polarización y democracia deliberativa en tiempos electorales

La única vía para que una comunidad determinada llegue a una resolución por la vía del 'mejor' argumento
Foto: Fernando Eloy

Nalliely Hernández Cornejo

Recién terminamos el seminario sobre Verdad y democracia la semana pasada en la Universidad de Guadalajara, donde tratamos una y otra vez el asunto del diálogo, la justificación, la verdad en el papel de las democracias contemporáneas, entre otras cosas. No obstante, a veces da la sensación de que el diálogo académico queda lejos de la realidad concreta, particularmente en estos días.  Me tomo un café con un amigo y a propósito de la charla le digo lo que todo mundo sabe: “El clima político actual está muy polarizado”. David Bak Geler me hace notar que hay algo extraño y torcido en esa caracterización política. Tiene razón.

Escudriñamos un poco el término durante el café. Polarización es una palabra de moda, que sugiere dos polos extremos, claramente contrapuestos. Pero más aún, sugiere que ambos están en el mismo nivel y que entran en un conflicto relativamente equitativo. Ante tal presupuesto, la teoría de la democracia deliberativa al estilo habermasiano exigiría un diálogo lo más cercano posible a lo que denomina el escenario epistémico ideal, donde ocurre la acción comunicativa. Un escenario que evite asimetrías de poder, que ponga a disposición de los participantes toda la información, etc. En definitiva, que triunfe la fuerza de la razón y, por tanto, el mejor argumento. Aquí es donde se desdibuja por completo el escenario electoral nacional, que se parece a todo, menos a una deliberación de este tipo.

No es que la propuesta habermasiana parezca absurda, ¿es acaso que no podemos deliberar? ¿Qué la posverdad se apoderó de nosotros? ¿Somos una sociedad cínica? Estas preguntas me llevan a dos breves disquisiciones. La primera es que David tiene razón, hay algo torcido en la moda de llamar polarizado el clima del debate público. El uso del término sugiere que los polos en cuestión corresponden grosso modo, por un lado, a las élites empresariales, mediáticas, académicas, etc., y, por otro, una gran masa popular aglutinada, en contra y a favor de AMLO, respectivamente. El carácter engañoso del término radica en que sugiere, como dijimos, que ambos están al mismo nivel.  Pero no es así. No lo es en términos históricos y no lo es ahora. 

Más allá de los aciertos y desaciertos de la 4T (que no son pocos), lo cierto es que el polo que aglutina es un polo históricamente marginado, saqueado, explotado. En definitiva, no es ni ha sido un par de su contrincante, quien, por cierto, tiene aún buena parte de los medios de poder económico y político. Por lo tanto, uno de esos polos no ha sido interlocutor real del otro. Apenas adquiere cierta voz. La coyuntura lo habilita incipientemente como tal o, mejor dicho,  a una parte de él (por ejemplo, no está claro que la 4T pueda ser un espacio de reivindicación plena para mujeres e indígenas). En ese contexto, la mencionada polarización no es más que la consecuencia natural de una condición social histórica, real  e innegable. 

Aquí es donde, según los deliberacionistas, el diálogo razonable debería resolver o al menos mediar el conflicto social. Pero eso no ocurre, como todos sabemos ya de sobra. Me voy a aventurar a dar dos razones que me robo de diferentes partes para explicarlo. La primera es que creo que hay cierta circularidad en el planteamiento de la deliberación. Si Habermas ha abandonado la metafísica de la racionalidad, a saber, la idea de una racionalidad universal y totalizadora, como él mismo afirma, entonces, la única vía para que una comunidad determinada llegue a una resolución por la vía del “mejor” argumento, es cuando las premisas y los criterios de la discusión son relativamente compartidas. Dicho en términos sociales, cuando dicha comunidad es relativamente homogénea (sobre todo en sus condiciones materiales) y tiene un relativo número de creencias compartidas que pueden ser relativamente sopesadas con los mismos discernimientos y llegar a una conclusión conjunta. 

Pero estas precondiciones de la deliberación no se cumplen en el escenario nacional. La desigualdad de condiciones geográficas, materiales, sociales, educativas, por poner solo algunos ejemplos, son abrumadoras. Por tanto, las cosmovisiones se multiplican y el diálogo es ensordecedor, inconmensurable, casi surrealista. En ese escenario, una arribista clase política (en buena parte) capitaliza, pobre y a veces patéticamente (no hay más que ver el contenido de la publicidad), uno u otro polo para su beneficio personal o de grupo. Por tanto, tampoco las virtudes morales para el mismo se cumplen, la apertura y posibilidad de falibilidad no tienen cabida en la disputa. Parece que como sociedad no hemos sido capaces de generar una masa considerable de perfiles políticos significativos que deliberen, dialoguen, discutan, dando y pidiendo razones (y acciones) honestas, sensibles y fundamentadas en la realidad y las urgencias del país. Vamos, ni cerca.

Entonces cabe la pregunta fatalista: ¿si fallamos en la deliberación fallamos en la democracia? ¿Es equivalente una a la otra? Ya teóricos como Michael Walzaer anuncia que no. El propio Bak Geler critica esta reducción en un sugerente texto: “la insistencia teórica reciente en resaltar las prácticas deliberativas como característica exclusiva de la democracia tiene la indeseable consecuencia de oscurecer el hecho de que la forma de vida democrática requiere el ejercicio y el hábito de una variedad de prácticas”. Ya Walzer, describe Bak Geler, en Deliberación ¿y qué más?, nos cuenta sobre un conjunto de prácticas que son igual de importantes para la vida democrática, además de la deliberación, entre ellas, la organización social, la protesta cívica, la presión, votar, etc. 

Ello me anima a sugerir que los deliberacionistas fundamentan la vida democrática en un diálogo que presupone ciertos escenarios sociales sin demasiada tensión, sin antagonismos irreductibles e históricamente reforzados durante siglos. Pero que, particularmente en  escenarios, donde esta aún no es la vía de resolución de conflictos, es necesario promover otras prácticas, como bien recomienda Walzer. No para abandonar la deliberación, sino para que esta llegue eventualmente de la mano de una vida democrática más sólida, como una práctica natural más. Que permita el entendimiento mutuo, pero no solamente. Habrá que enfatizar y apostar quizá a la imaginación, apuntar a estar más cerca de la sensibilidad y acciones creativas de la sociedad, sin que ello signifique irracionalidad. Habrá que repensar nuestros conceptos y prácticas ¿será que en el escenario nacional somos capaces de promover y desarrollar tales prácticas?


Contacto: [email protected]


Edición: Estefanía Cardeña


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