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Placa de influyente…

Siempre mis regresos a la patria chica estuvieron llenos de sorpresas
Foto: Fernando Eloy

Principios de los setenta, de nuevo vacaciones y la emoción que siempre da volver al terruño, en esos tiempos viajaba en el tren que salía de la estación que estaba en Buenavista, en el DF. Para las vacaciones era un amontonadero de gente para salir de la ciudad… ¡Impresionante!, recuerdo que el trayecto de la capital a Mérida duraba mucho, que digo mucho, un montón, era interminable o se hacía interminable, eran como 48 horas, algo así, se cruzaban dos pangas, una en Veracruz y la otra en Tabasco y al retomar el siguiente tren del otro lado del río, era, “gana lugar” como decimos en la tierra, corrías con tu maleta y ocupabas el asiento que te llevaría a la continuación del trayecto; pero a mis 19 años no sólo era un viaje a la patria chica, era una verdadera aventura, paisajes maravillosos, comidas y antojitos raros que subían a vender en las chorrocientasmilestaciones por donde pasaba, algunas peleas entre los pasajeros, sobre todo en los cambios de tren, algún desmayado, hacías amigos y una vez, hasta una noviecita, en fin… Yo llegaba a Mérida y todavía viajaba tres horas más para llegar a mi querido Tekax. 

Siempre mis regresos a la patria chica estuvieron llenos de sorpresas, algunas dolorosas porque tenían que ver con la señora esa que no perdona y otras veces, pedazos de mi vida que habían desaparecido; por ejemplo de las primeras cosas que me acuerdo y que fue una tragedia para mí, es la desaparición de una pequeña ventana que había en la sala de la casa de mis padres, en ella, yo me sentaba para ver pasar a las primeras inquietudes de mi adolescencia, recuerdo que al llegar y ver la “moderna ventana” en que se había convertido, se me salieron las lágrimas, y se me volcaron en el alma y el corazón las imágenes de cómo veía pasar a aquella muchachita preciosa que me encantaba, ella salía a repartir las tortillas que hacía su madre y tenía una hora precisa para cruzar por enfrente de la casa y la ventana se convertía entonces en la puerta al paraíso, por donde revoloteaban sus pestañas y su sonrisa cuando volteaba a verme y yo moría de algo, no sabía de qué,  después supe que de amor, creo que nunca le dije nada, nunca hizo falta, el lenguaje de los ojos hablaban un idioma más bello que el de las palabras. Tal vez debí haberles dicho a mis padres la importancia de esa ventana, no lo hice. Y así la modernidad fue haciendo de las suyas o más bien deshaciendo, en cada regreso me encontraba con algo nuevo y muy pocas veces con algo agradable o benéfico, fueron destruyendo los hermosos ventanales de las casas antiguas, las fachadas, las casas altas las hicieron de dos pisos, tiraron uno de los mercados más bellos que había en Yucatán, cerraron el cine Ávila Ongay, donde veíamos las películas de Tarzán y por lo menos durante un mes o más, los chamacos tekaxeños enloquecíamos y colgábamos nuestras sogas de las matas de caimito o de mamoncillo y después del grito de: "aaa aaaa", ese que hacía Johnny Weismuller, nos aventábamos y caíamos directo al consultorio del doctor García, raspados, con chuchulucos y moretones; así se nos iba bajando el encanto de emular a nuestro ídolo, hasta que llegaban nuevas películas de nuestro adorado personaje y así la vida iba trascurriendo en ese, nuestro cine. 

En uno de mis viajes me encontré con la sorpresa de que las cantinas ya tenían salón familiar, estaban “de moda”, era diciembre 31, mi padre dijo que sería bueno que nos fuéramos a tomar una cerveza al local que él más frecuentaba: El Olimpo, que era de su gran amigo, don Pancho Alma, (me encanta el nombre) lugar que era emblemático en Tekax cuando se hablaba de rutinas etílicas, lleno de historias y anécdotas que algún día les platicaré. Resulta que la “modernidad” también había llegado a las autoridades y empezaron a poner orden en la vialidad, esto porque el flujo vehicular había aumentado, una de las nuevas disposiciones era que las bicicletas de los que concurrían a la cantina no se podían poner en la acera del bar, sino en la pared de enfrente, que incluso tenía una especie de hondonada que permitía el correcto acomodo de las mismas, sino se cumplía con esta disposición, el vehículo era levantado, llevado a la presidencia municipal y eso implicaba una multa. 

Gozábamos de la hermosa reunión familiar de fin de año, tíos hermanos, padres, primos, cuñados, todos pues y en eso la voz del mesero acalla las risas y el barullo de la mesa, – Don Roch ahí se llevan su bicicleta – mi padre había dejado su bici en el lugar incorrecto y se la estaba llevando un policía, se levanta mi padre y detrás de él voy yo y algunos más que estábamos en el festejo, salimos a la calle y efectivamente un policía ya se llevaba el vehículo, lo alcanzamos y mi padre le dice:  – ¿qué pasó chavo cuál es tu problema? – a lo que el policía responde:  – es que está usted estacionado en lugar prohibido – y mi padre le responde – sí, ¿pero ya viste las placas?  – No – responde el policía,  – pues velas – le dice mi padre, el policía sintiéndose un poco intimidado, más no agredido, se asoma a ver las placas que se ubicaban en la parte de atrás de la montura y asiente con la cabeza, pero como que no entiende, entonces le dice Roch: - ¿Qué dicen? Y entonces el policía lee con timidez – Correos Nacionales de México S.C.T. perdón don Roch no había visto eso – se disculpó el poli y nos entregó la bicicleta. Y si, mi padre fue el cartero de Tekax 40 años o más y traía placas de influyente y corazón de buena gente…


Edición: Estefanía Cardeña


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