La vida en México nunca ha sido fácil, especialmente en las grandes urbes que enfrentan cotidianamente los problemas de los conglomerados urbanos. La Ciudad de México es un ejemplo y al mismo tiempo una advertencia a ciudades como Mérida que pretenden transitar por el camino de la paz y el orden.
La ciudad capital es fascinante. Si aterrizara un ser de otro planeta y quisiera entender a nuestra especie, estoy seguro de que en la lista de las diez ciudades a visitar, estaría la Ciudad de México, y posiblemente la ubicaría dentro de las primeras cinco a conocer.
La complejidad de “La Ciudad de los Palacios” es increíble, porque funciona a pesar de los contrastes, las crisis y las dificultades. No quiere decir que no haya problemas, pero la capacidad de adaptación que han tenido sus habitantes a los vaivenes de la historia, la tragedia, los fenómenos naturales y la impericia humana, han sido ejemplares.
La ciudad ha sido testigo de los eventos que marcaron la historia, y conserva cicatrices que dejaron heridas infligidas por la naturaleza. Ha gritado en dos copas de mundo, ha llorado matanzas de sus ciudadanos en sus plazas, ha abierto sus brazos al mundo, y es hoy uno de los polos de creación de riqueza más grandes del país. Esa es la ciudad de México. Esa es también mi ciudad, pues es la ciudad de todos los mexicanos.
Sin embargo, Guadalupe Trigo la definió como “rehilete que engaña la vista al girar”, y comparto el romanticismo de sus palabras pues esa personalidad urbana audaz y llena de energía, también es golpeada cotidianamente por las enormes dificultades con las que tiene que convivir. Históricamente la ciudad se ha transformado. No quiero decir que los problemas son nuevos. Lo que quiero decir es que a lo largo del tiempo los problemas se han acumulado y amplificado. A los temas clásicos asociados a la indisciplina del mexicano, hay que agregar casos clásicos de corrupción, violencia y delincuencia. No debemos permitir que se convierta en un sitio sucio e inhabitable, donde nadie es responsable de nada.
El cielo ha tomado poco a poco un tono pardo por la contaminación, y a pesar de la diversión que los automovilistas encuentran al lanzar los charcos a los transeúntes, no hemos sido capaces de controlar la contaminación, ni las inundaciones. Recientemente puse especial atención en las señales que son ya parte cotidiana del paisaje urbano al aterrizar en la ciudad capital. Lo primero es el olor de aguas negras. Lo segundo es la infraestructura desmerecida; y después lo más triste: pobreza. Esa no es mi ciudad. No importa que los gobiernos de todos los colores se hayan eludido durante años diciendo que es todo es culpa de misteriosas fuerzas y siniestros enemigos abstractos, pues los riesgos asociados a que la corrupción y el hampa avancen a tomar el control de nuestras ciudades es enorme. Bien afirman los capitalinos que los heroicos médicos y profesionistas “se la rifan” con lo que hay, indicando que resuelven con audacia las carencias y dificultades, pero México es una gran nación, y no tiene por qué padecer ni lo uno ni lo otro.
Simplemente eso no es justo, y alguien tendrá que ser responsable ante la injusticia con una ciudadanía vigilante del orden. Me preocupó nuestra Ciudad de México, y más me preocupa que esto pueda extenderse a nuestra hermosa Mérida, a nuestro colorido Celestún, o a nuestro pujante Progreso que es puerta regional al mundo, y a muchas otras. Tomemos el ejemplo, participemos como sociedad y no permitamos que esa degradación llegue a otras ciudades.
Edición: Ana Ordaz
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