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Foto: Fernando Eloy

Las elecciones intermedias del pasado 6 de junio tuvieron, pese a todos los pronósticos de uno y otro lado del espectro político, una asombrosa normalidad en su celebración y, especialmente, en sus resultados. 

Hubo violencia, pero ninguna que pudiera descarrilar el proceso. Hubo irregularidades, escasas y aisladas, sin posibilidad de afectar de forma significativa los resultados. Sin embargo, el nivel de participación (53 por ciento) fue tal que los resultados electorales y el papel del árbitro son inapelables para todas las fuerzas políticas. La normalidad democrática, institucional y procedimental brilló para el bien de todos. 

Con el 34 por ciento de la votación total en las elecciones intermedias federales, Morena obtuvo un sólido triunfo en el Congreso. Eso no se puede regatear. Es el partido dominante. En cualquier caso, no podemos perder de vista que ese 34 por ciento está por debajo del 37 por ciento que el PRI obtuvo en 1997 con Ernesto Zedillo, después de la crisis de 1994 y ya en la era democrática, y tampoco es muy superior al 31 por ciento que Vicente Fox obtuvo en su elección intermedia. Estuvo, pues, en los rangos normales de una elección intermedia donde el partido en el poder, como regla de oro en toda democracia, ve deslizarse su respaldo.

Morena pasó de controlar 162 distritos de mayoría relativa en 2018 a un total de 121 en las elecciones del 2021 y de 85 asientos de representación proporcional en su triunfo de 2018 a 77 de representación proporcional en 2021. En el agregado general, el partido del presidente López Obrador registra un retroceso significativo, pues pasó de 247 diputaciones totales en 2018 a únicamente 198 en 2021, esto es, 49 escaños menos. Morena, sin dejar de ser la bancada más grande, perdió la mayoría legislativa que antes tenía básicamente por sí sola, sin necesidad de aliados, y queda muy lejos de la mayoría calificada que se requiere para reformar la Constitución. 

De nuevo aparece la normalidad democrática. Las elecciones intermedias han ratificado el mandato del gobierno en turno, pero han acotado sus poderes para encabezar profundas reformas institucionales. Tendremos un gobierno fuerte, pero no un gobierno transformador en el sentido estructural de la palabra. Eso es, también, una normalidad democrática: los cambios deben ser resultado de esfuerzos de largo plazo y agregación paulatina de reformas surgidas de procesos de diálogo y construcción de consensos muy amplios y laboriosos, antes que producto de repentinos cambios de dirección en el rumbo de un país. El presidente de la República será una sólida cabeza de gobierno, pero el espacio para reformar al Estado de forma unilateral ha concluido. Su presidencia entra ahora en los parámetros y límites de la normalidad histórica de una democracia electoral que acumula décadas de existencia. 

Los resultados en la contienda por las gubernaturas son también explicables en el mismo marco de normalidad. Morena, como fuerza en el poder, es capaz de tener mayor presencia territorial y avanzar en procesos estatales y municipales. Como ya se mencionó, la presencia gubernamental, la penetración de programas, acciones y, como el mismo titular del Ejecutivo Federal refirió, los apoyos económicos directos permiten a Morena expandirse en el territorio y construir estructuras locales robustas. 

Adicionalmente, como fuerza de izquierda nacionalista el partido guinda avanza decididamente sobre el partido de centro ex nacionalista, esto es, el PRI. De las 11 gubernaturas que con contundencia obtiene Morena (de un total de 15 en disputa), le arrebata siete al partido tricolor, dos al PAN, una al PRD y mantiene otra.

Morena devora al PRI, lo sustituye en su penetración territorial y de partido heredero de causas nacionalistas. De nuevo cierta normalidad. En un sistema presidencial de mayorías relativas, lo normal es un bipartidismo dominante y es obvio que Morena, PRI y PAN no caben -los tres- en el espacio político disponible de largo plazo. 

Finalmente, toca analizar la Ciudad de México, donde Morena sufre la única derrota que puede ser encuadrada como tal, pues pierde nueve de 16 alcaldías en disputa. Muchos han intentado dar una explicación únicamente socioeconómica al nuevo mapa político de la capital en una casi perfecta alineación geográfica Este vs. Oeste. Ese análisis unidimensional no resiste la exploración más básica. La delegación Miguel Hidalgo claro que contiene a colonias como Las Lomas o Polanco, pero tiene áreas de inmensa pobreza; lo mismo ocurre, del otro lado en Xochimilco o Milpa Alta. Cada alcaldía contiene enormes contrastes socioeconómicos. 

La explicación para lo ocurrido en la CDMX parece radicar, en algún grado, en la posición de las clases medias; sin embargo, no podemos obviar aspectos de la cultura cívica amplia. La capital históricamente ha sido una ciudad con una agenda liberal y progresista de protección de los derechos humanos, los derechos reproductivos de la mujer, la garantía de expresión de las minorías, respeto a la diversidad, intensa actividad cultural y cierta apuesta a una interacción global en todos los aspectos. En la medida que Morena ha apostado por una izquierda nacionalista y ha tomado distancia de la izquierda liberal, ha perdido ciertos márgenes de respaldo ciudadano que contribuyen a su retroceso en las alcaldías. Sus derrotas en muchos casos fueron apretadas. 

En suma, la elección intermedia ha traído normalidad al proceso democrático. La ciudadanía sigue involucrada en las decisiones. El partido en el poder se erosiona de forma totalmente predecible y normal en el respaldo popular, pero avanza -como también es de esperarse en democracias- en su presencia geográfica. El presidente de la República en turno tiene amplio margen para imponer su estilo personal de gobernar, pero la transformación histórica del Estado mexicano deberá esperar otros procesos. Se empieza a construir un bipartidismo en los hechos: una coalición de izquierda nacionalista vs. una coalición de centro derecha pro-mercado, y quien se encuentre en medio de esa línea divisoria no tendrá gran rentabilidad de largo plazo. 

El tercio más grande de la ciudadanía está de acuerdo con el nuevo estilo de juego que observa, pero la democracia mexicana -como un todo- ha decidido que se preserven las reglas, el tamaño de la cancha y el papel de los réferis. La democracia en nuestro país se ve resiliente y madura en el 2021, le gusta avanzar con gradualidad y pausa.

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Edición: Estefanía Cardeña
 


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