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El domingo 19 de junio de 2016, ocho personas fueron asesinadas y más de un centenar recibieron heridas de bala de diversa gravedad en el transcurso de la masacre perpetrada por elementos de varias corporaciones policiacas estatales y federales en Asunción Nochixtlán, Oaxaca. A cinco años del mortífero ataque, la verdad y la justicia parecen encontrarse tan lejos como el primer día, por lo cual la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) exhortó al gobierno de Oaxaca, a la Fiscalía General del estado, a la Comisión Nacional de Seguridad (CNS) y a la Fiscalía General de la República (FGR) a “atender integralmente la Recomendación 7VG/2017 por los hechos de violencia y mostrar mayor voluntad política para que se realicen todas las diligencias necesarias a efecto de asegurar que las víctimas obtengan justicia, reparación del daño y garantía de no repetición”.

La tragedia de Nochixtlán comenzó cuando los uniformados recibieron la orden de desalojar el bloqueo carretero sostenido por integrantes de la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación y habitantes de esa población de la Mixteca oaxaqueña en repudio a la ya derogada reforma educativa de Enrique Peña Nieto –aprobada por los partidos signatarios del Pacto por México e impulsada por organismos de la derecha empresarial para someter al magisterio a lógicas e instancias neoliberales–, así como en exigencia de la liberación de sus compañeros encarcelados en claros casos de persecución política. Como reflejo del ensañamiento de dichos actores contra los maestros disidentes, los policías emprendieron un operativo caracterizado en todo momento por el salvajismo y el sadismo: además de presentarse en la localidad en día de mercado, cuando se hallaban ahí comerciantes de los poblados aledaños sin ninguna relación con el conflicto, violaron todos los protocolos de actuación policial al cargar contra los manifestantes sin advertencia previa y al disparar de manera indiscriminada sobre personas que a todas luces estaban desarmadas, entre las que había mujeres, ancianos y niños. La conducta criminal de las fuerzas policiacas continuó tras la refriega, con el impedimento sistemático para que los heridos recibieran atención médica.

La respuesta institucional a este lamentable episodio consistió en la criminalización y revictimización de los damnificados. El aparato de Estado fue puesto al servicio de la impunidad, con indagatorias e informes que exculpaban a los agresores y estigmatizaban a las víctimas y su entorno. Un ejemplo de este afán de ocultamiento se encuentra en que, dos meses después de la masacre, la Procuraduría (hoy Fiscalía) General de la República sólo había integrado expedientes por robo de uniformes, armas y equipo antimotines; ataques a las vías generales de comunicación y daños a instalaciones y vehículos oficiales o resistencia de particulares, ignorando por completo el más grave de los ilícitos cometidos: el homicidio de ocho personas.

Hace poco más de un año, las comparecencias ante el Ministerio Público Federal, del ex gobernador de Oaxaca Gabino Cué Monteagudo, del ex comisionado nacional de Seguridad Renato Sales Heredia, y del ex director de la División de Fuerzas Federales de la Policía Federal, Salvador Camacho Aguirre, abrieron una esperanza de esclarecimiento y justicia; sin embargo, hasta el momento las declaraciones de los ex funcionarios no han dado paso al esclarecimiento cabal de los sucesos ni al establecimiento de responsabilidades para ellos ni para el resto de autores materiales e intelectuales. Para colmo, varios de los señalados no sólo no han sido sancionados por sus faltas, sino que se les permitió contender en las recientes elecciones.

La masacre de Nochixtlán fue, tras la desaparición de los 43 estudiantes de la Escuela Normal Rural Raúl Isidro Burgos, de Ayotzinapa, el más violento episodio de la embestida político-empresarial contra el magisterio democrático en los sexenios del ciclo neoliberal. Por ello, además de constituir una obligación legal de las autoridades, la justicia, la reparación del daño y la garantía de no repetición de que habla la CNDH, deben exigirse como símbolo de que ha quedado atrás esa oscura época de las relaciones entre el Estado y los docentes.

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Edición: Emilio Gómez


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