No tengo permiso para decir que estoy enojada. Menos manifestarlo. Las niñas bonitas, las niñas decentes, no se enojan, y si lo hacen, se lo tragan, no lo dicen: sonríen, mueren de tristeza. Quizá con la esperanza de que, en una de esas, hasta altar de santa te toca.
Llevo casi toda la pandemia bordando historias que me contó mi abuela con las de Yucatán. En una pena constatar el largo camino que nos ha traído hasta aquí para poder decir. ¡Estoy enojada! ¡Basta!
La abuela de mi abuela murió de tristeza. El hermanito de mi bisabuelo se dedicó a poblar el pueblo con la venia orgullosa de su padre, ella, doña Juliana, tuvo que callarse, esconder su vergüenza.
Hoy en día, estamos enojados. Es una realidad y ponerle nombre al enojo, libera, sana. Nos permite ubicarlo, entenderlo, elegir si lo seguimos cargando o de plano mandarlo a freír espárragos.
Llevamos infinidad de meses de incertidumbre y lo peor, aún no se ve el final del túnel. Estamos cansados, desgastados, hartos, desesperados, empobrecidos; la lista puede fluir hasta el infinito y mientras más larga sea, mejores posibilidades tendremos de ubicar los puntos de infección.
Es horrible ver cómo gente talentosa, al no tener los espacios donde explayar su arte, está descubriendo sus otros talentos para sobrevivir. Bueno, quizá horrible no sea la palabra adecuada, porque la pandemia los crece y hace florecer en direcciones nuevas, pero enoja ver a gobernantes que en lugar de llevar a la comunidad el néctar, agua de lluvia y la invitación a despertar, que nos ofrece el arte, dedican los recursos para vender su imagen en lugar de hacerlo a través de su trabajo.
Enojada con los comerciantes que tienen ubicadas nuestras carencias y siguen encandilándonos con espejitos y cuentas de colores. Con nosotros, que seguimos cayendo.
La desconfianza es un cáncer que nos está carcomiendo el alma.
Me duele ver a nuestros niños crecer encerrados escuchándonos verter nuestra angustia y arremeter en contra del enemigo elegido, melón o sandía, que es en lo que se ha convertido nuestro país.
Nadie escucha, sólo se agrede, se defiende. ¿A dónde nos llevará este camino? ¿A quién conviene la división?
Y ahora que la mujer ha decidido elevar su voz y gritar su dolor de siglos de abusos y violencias, nos recriminan. Oyen el sonido del reclamo, no el contenido.
Sigo enojada por la cantidad de dinero que las campañas de tanto partidito le robaron a la educación y a la salud; a promover la producción de nuestros campos, y a que la gente recupere la satisfacción de ganarse su salario en lugar del desgaste de dignidad que te da vivir de limosnas; de invertir en ciencia para solucionar problemas, en Cultura que ofrece herramientas para entender, por un lado, el mundo externo que se nos cae en pedazos y, por el otro, la zozobra que padece nuestro corazón.
Y, además, ¡perdimos a nuestro Pepe Grillo y voz: Helguera!
Sí, aceptar que estoy enojada es un paso generacional. Soy voz de las mujeres de mi ascendencia, y también, y muy importante, la mía, y con ella, al emitirla, opto por la vida.
Edición: Estefanía Cardeña
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