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Lo que invade El Roble

Historias para tomar el fresco
Foto: Sergiopv @serpervil

A Don Basilio le preguntan por su casa, pero él quiere hablar de su pierna y de su corazón: ambos están rotos. Vive en El Roble Unión, la última colonia de Mérida que emergió unas semanas antes de la pandemia. Nadie sabe por qué a este lugar le pusieron el nombre de un árbol que vive 200 años y cuyas raíces terminan haciendo una simbiosis con el hongo. Así se ha llamado siempre.

Llegaron en 2020 porque alguien les dijo que había terrenos donde se podía vivir. Ahora hay 230 familias que llaman “invasión” al lugar donde guardan sus animales, a la tierra donde están sus flores rosadas y al techo de lámina, plástico o madera que los cubre de la lluvia. 

 

Foto: Rodrigo Díaz Guzmán 

 

En esta invasión, ubicada a la altura de la calle 16 y el puente Mérida Campeche, periférico Sur, los vecinos construyeron sus propios muros, dejaron veredas amplias de tierra roja con suficiente espacio entre una casa y otra, llenas de árboles y animales. Hay un gato y un perro al que los niños han puesto Pelusa. Los llaman: Pelusa Perro y Pelusa Gato. También hay borregos, pollos, patos y gallos que caminan con la vanidad que les da pisar fuera del corral, sin ser perseguidos.

Casi todos los días, por ahí de las seis de la tarde, pasa el panadero. No tienen parada de autobús ni supermercado; intentaron poner una escuelita, pero alguien la invadió. Existe, sin embargo, una iglesia con asientos de madera y un toldo, una laguna que se formó con las lluvias —el lugar favorito de los niños— y un comedor comunitario llamado El Milagro de El Roble. 

 

Foto: Rodrigo Díaz Guzmán 

 

Una invasión, según los diccionarios, es la acción de ocupar irregularmente un lugar. Apoderarse de algo o alguien: “lo invade una decepción de amor” o “el hongo invade los robles hasta marchitarlos”. Pero también hay recuerdos, olores, risas que invaden, por ejemplo, a la cocina donde estamos ahora mientras hablamos de los tipos y tamaños de huevo. De fondo, en la grabadora de voz, suena el crac crac de la cáscara de huevo y cómo nos reímos porque la manguera del patio saca un chorro de agua y un patito lo recibe en la cara. 

 

Foto: Rodrigo Díaz Guzmán 

 

Tres mujeres, Minerva, Martalina y Araceli, cocinan para 180 personas en el comedor comunitario. Mientras avivan el fuego en el horno de piedra, cuentan que han tenido “una vida de carrera” y esperan que El Roble sea la última vuelta. Doña Minerva tuvo un padre marino y Araceli, un abuelo que fundó un pueblo campechano junto con otras 500 familias, casi como lo hacen ahora en El Roble. 

 

Foto: Rodrigo Díaz Guzmán 

 

Cuentan historias de migración y nomadismo. Las familias de El Roble vienen de Chiapas, Tabasco, Veracruz, San Luis Potosí, Campeche y algunas, como Basilio, de Mérida. 

Don Basilio —ex chofer, gorra roja, camisa polo y pantalón de mezclilla— asoma tímidamente a la puerta con su traste amarillo para preguntar si hay comida. Fue uno de los primeros en llegar a la colonia y le tocó laminar las casas, hacer pisos, desyerbar. Tiene hongos en las manos por rascar la tierra para hacer un hueco. Trabajó demasiado por ganarse un lugar. Él, que es maestro albañil, construyó finalmente su propia casa para refugiarse de una separación dolorosa. 

Ahora no puede trabajar porque se quebró la rodilla cargando piedras grandes. Habla de cuando manejaba camiones y de cuando entraba a brecha en una colonia cercana para visitar a un amigo, pero casi en cualquier tema encuentra un retorno para hablar de cómo se siente. 

Como una muñeca rusa, los que invaden también son invadidos. 

Antes de venir aquí, lo único que tenía El Roble era su nombre y hectáreas de monte. Doña Araceli dice que vivió 16 años en una colonia vecina y durante todo ese tiempo estuvo desocupada. ¿Se puede invadir algo si antes estaba vacío? ¿Cómo se llama a aquello que ocupa algo desocupado? Que no irrumpe, sino que siembra.

 

Foto: Rodrigo Díaz Guzmán 

 

Dicen que extrañan vivir en una casa digna pero no sueñan con pavimentación ni planchas de concreto de los fraccionamientos urbanos. Les gusta vivir entre los árboles, la rutina que han iniciado junto con sus hijos de regar las plantas y cuidar a los animales. No quieren perder la risa de los niños que invade la tarde y presumen cómo han revivido los juegos de la infancia porque tienen un lugar para correr y, al mismo tiempo, pocas opciones para jugar adentro.

En los sitios concurridos no caben las metáforas. El hongo es un hongo, la invasión una apuesta insegura y El Roble, una colonia naciente que aún no aparece en los planos y mapas, a la que se llega preguntando por otro lugar. Una colonia que vive su primer verano, todavía serena, habitada por personas que esperan vivir ahí el resto de los inviernos.


Edición: Estefanía Cardeña


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