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Enseñanzas dionisíacas

El Bufete fue un céntrico bar de Mérida situado en la calle 62 con 65
Foto: Rodrigo Díaz Guzmán

La vida cotidiana se pasea como una dama a la que los sociólogos cortejan con fascinación y desconcierto. La perspicacia de estos distinguidos académicos no alcanza a discernir todos los sabores, tonos, texturas y graciosos giros con que aquella se hace apetecible. También arrastra tribulaciones pero éstas son un ingrediente más del aliento que impulsa su paso. Su encanto y sus ocultas penas, sus guiños y sus ardores se alternan en la calle y en la intimidad doméstica, en los centros de trabajo y en los sitios de esparcimiento que dan color y firmeza al recuento de los días.

El Bufete fue un céntrico bar de Mérida situado en la calle 62 con 65, al que hoy sustituye una tienda de una gran cadena comercial. A él acudían, durante los años ochenta, las más recias plumas de un periódico a cuyas oficinas se podía llegar cruzando la acera. Cuando este grupo de intelectuales se fue extinguiendo al cumplir su ciclo en el orden de la naturaleza, los últimos de ellos se agazaparon en la mesa de un rincón al lado de la entrada del establecimiento, rememorando viejas glorias y ejecutando postreros brindis hasta ceder espacio a nuevos parroquianos.

Su clientela se nutrió de obreros, artesanos, maestros y gente sin oficio conocido que empleaba una parte de su tiempo en el solaz dionisíaco. Ostentaba frente a la barra un espejo de gran tamaño y una vieja nevera instalada para asegurar el enfriamiento ideal de las codiciadas piezas que ahí se vendían. Hacia el fondo, un mural representaba al propietario en actitud de servir una cerveza.

A principios del siglo XXI, otros concurrentes fueron ocupando los asientos del bar. Entre ellos brilló un antiguo profesor de la Facultad de Antropología, discípulo del afamado Ángel Palerm. Cada sábado impartía un Seminario de Actualización Social y Etnografía Avanzada en El Bufete contagiando su entusiasmo al vaivén de envases tintineantes, cebolla enchilada y crema de ajo. Ahí se escucharon espléndidas cátedras sobre el evolucionismo y los paralelismos culturales, entre otros asuntos de fondo.

El agudo mentor relató una vez su experiencia en el consumo ritual de peyote, señalando sus efectos que pueden ser de dos tipos: el derrumbe y el pajarito; el primero causa una fuerte sacudida mientras el segundo es más bien moderado; a él le tocó una combinación de ambas variantes. Afirmó que en ese estado también es posible ver a alguno de los dos diablos tutelares que acompañan a cada mortal. El que vio se llama Agariarepi, personaje jocoso que lo hizo reír de inmediato; el otro suele ser muy evasivo, no se muestra fácilmente.

Llegó el día en que un menonita se acercó a ofrecer queso de elaboración artesanal a los citados contertulios, y los alegres amigos lo convencieron para que compartiera con ellos el refrescante sabor de una cerveza; el producto lácteo pasó a acompañar el conjunto de bocadillos de la mesa. Fue interrogado con insistencia acerca del estilo de vida de los habitantes de su comunidad, y el más curioso de los ahí presentes le preguntó si sus mujeres hacen el amor como todas las demás, indiscreción que causó el enojo del recién llegado, quien se levantó intempestivamente de su asiento llevando consigo su contribución a la botana del día.

Con frecuencia llegaba al bar un hombre lisiado a pedir “una caridad por el amor de Dios”. A diferencia de otros lugares, ahí no le impedían la entrada. Un día se detuvo en una mesa en la que sus ocupantes le dijeron que no podían darle nada porque les faltaban diez pesos para completar el pago de una caguama, por lo que le sugirieron dar su tanda. Entonces hizo a un lado sus muletas y se sentó aportando lo convenido e invitando dos rondas más. Para ir al baño, se levantaba caminando sin ninguna dificultad.

En otra ocasión, el menesteroso recibió una revista con el texto presuntamente erótico de un incipiente poeta que estampó en ella su firma con una dedicatoria llena de sentimiento y modestia. Cuando el favorecido llegó a su casa y le mostró jubiloso el obsequio a su esposa, ésta lo reprendió por llevar objetos de brujería, asustada al ver la enorme firma del versificador y las líneas indescifrables de su escrito; lo llevó al patio para prenderle fuego hasta reducir a cenizas el fruto de una inspiración que resultó ardiente por partida doble: por su origen y por su inesperado final.

Como se ve en estos ejemplos, los bares cumplen una función formativa y profiláctica, pero también pueden desatar sortilegios que sólo una mente sagaz logra conjurar.


 

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Edición: Estefanía Cardeña


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