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Si todo sale según lo planeado, en los próximos meses Estados Unidos logrará finalmente desembarazarse de las dos guerras más largas de su historia. En agosto próximo retirará a los últimos 2 mil 500 soldados que mantiene en Afganistán, un pequeño remanente de los 100 mil uniformados que llegó a tener en esa nación de Asia central en el punto más álgido de su lucha contra la facción talibán, a la que expulsó de Kabul en noviembre de 2001; mientras para finales de año pondrá fin a su “misión de combate en Irak”, según el acuerdo sellado el lunes entre el presidente Joe Biden y su homólogo iraquí, Mustafá Kadhimi.

La intervención estadunidense en ambas naciones asiáticas de mayoría musulmana se salda con sendos desastres. A casi dos décadas, las invasiones emprendidas en 2001 y 2003 dejan dos países desarticulados, con una destrucción material incuantificable y unas pérdidas humanas nada menos que escalofriantes: más de 150 mil muertos –de los cuales casi 100 mil eran civiles– en Afganistán y tantos en Irak que se volvieron incontables. En 2006, a sólo tres años del inicio de la ocupación, la revista científica The Lancet estimó en 654 mil el número de iraquíes fallecidos a causa del conflicto. Un año después la firma encuestadora ORB International elevó el cálculo a un millón 220 mil víctimas mortales. Si no fuera suficiente, deben sumarse centenares de miles de heridos y millones de desplazados en uno y otro país.

Cuando Washington invadió Afganistán en represalia por el apoyo que prestó el gobierno talibán a los perpetradores de los atentados del 11 de septiembre de 2001, la nación centroasiática se encontraba bajo un régimen abominable que perpetró crímenes contra sus ciudadanos y que era particularmente agresivo con las mujeres, debido a una lectura sectaria y extremista del Islam. Pero ahora, tras 20 años de combates que han costado 2 billones (millones de millones) de dólares a los contribuyentes estadunidenses, los talibanes controlan hasta 70 por ciento del territorio afgano y todo hace pensar que están en condición de derribar al gobierno respaldado por Occidente.

 

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Irak, por su parte, se encontraba bajo un régimen igualmente repudiable pero que conservaba la estabilidad institucional y que mantenía un decidido laicismo en una región caracterizada por teocracias y extremismos. El derrocamiento de Saddam Hussein no sólo no mejoró en nada la situación de los iraquíes, sino que sumió al país en una anarquía de la cual se han beneficiado enemigos de Estados Unidos mucho más peligrosos que el dictador depuesto: además de revitalizar a Al Qaeda, el caos en Mesopotamia fue el caldo de cultivo del Estado Islámico y de facciones chiítas abiertamente hostiles a la superpotencia.

Queda claro que, en términos políticos y geoestratégicos, no obtuvo beneficio alguno con estas incursiones y que los únicos ganadores fueron las empresas petroleras, la industria armamentista y los proveedores de servicios de “seguridad” y logística, vinculados con el entorno de Bush hijo, de su vicepresidente Dick Cheney y del ex secretario de Defensa y apologista de la tortura, Donald Rumsfeld.

En ambas guerras, Estados Unidos perdió a miles de soldados y mercenarios eufemísticamente llamados “contratistas”; gastó cifras astronómicas de dinero; exacerbó el rencor de extensos sectores del mundo árabe e islámico; llenó de tensiones sus otrora inamovibles alianzas con Arabia Saudita y Turquía y se sumió en un abismo moral por los extremos de degradación que alcanzó en escenarios como Guantánamo y Abu Ghraib, así como por los crímenes de guerra documentados por Wikileaks en los expedientes divulgados en 2010.

La conclusión ineludible es que las aventuras imperialistas, además de ser ilegales y causar un indecible dolor humano, resultan en la actualidad totalmente disfuncionales para las potencias invasoras.

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Edición: Ana Ordaz


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