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Foto: Europa Press

La crisis migratoria en el Mediterráneo atraviesa una fase álgida: ayer, el barco Sea-Watch 3, de la organización humanitaria Sea Watch International, atracó en el puerto de Trapani, en Sicilia, para desembarcar a 257 personas que rescató cuando se encontraban a la deriva; mientras que hoy está programado que 549 sobrevivientes dejen el Ocean Viking, de la ONG francesa SOS Mediterranée, en el que se encuentran a bordo. Con estos arribos son ya 31 mil 204 migrantes desembarcados este año sólo en Italia, más del doble de los que llegaron todo el año pasado.

El Sea-Watch 3 se vio obligado a permanecer ocho días en alta mar a la espera de que las autoridades italianas le permitieran desembarcar, y el Ocean Viking llevaba desde el 4 de agosto luchando porque se le abriera un puerto. Como denunció SOS Mediterranée, esta espera resulta inhumana para los hombres mujeres y niños que se hacinan en las naves de rescate después de sufrir experiencias traumáticas de naufragio, violencia sexual y todo tipo de abusos de los traficantes de personas, quienes los lanzan al mar sin las provisiones mínimas ni las indicaciones fundamentales para llevar a cabo la peligrosa travesía.

Por ello, cabe hacerse eco del llamado de los grupos de activistas que dirigen las expediciones de rescate, con el fin de que los países europeos establezcan a la brevedad un sistema de desembarco compartido y solidario. Hacerlo es un deber humanitario elemental de cualquier Estado, y es incluso más ineludible para unos gobiernos que, como los de Europa occidental, se sienten dotados de la autoridad moral para dictar al resto del mundo el comportamiento que debe seguir en materia de derechos humanos y respeto a las garantías individuales.

Además de los motivos aducidos, los países del viejo continente que arrastran un pasado de expoliación colonial sobre África y Medio Oriente –como Reino Unido, Francia, Bélgica, Portugal, Italia, Alemania o los Países Bajos– tienen un deber adicional ante la emergencia humanitaria, toda vez que buena parte de los males que empujan a las personas de estas regiones a dejar sus lugares de origen pueden rastrearse hasta los regímenes impuestos a sangre y fuego por las potencias europeas desde el siglo XIX y hasta bien pasada la mitad del XX.

Tampoco puede soslayarse que las dimensiones cobradas por este drama se explican, en no poca medida, por la implosión del Estado libio a consecuencia de la intervención militar para deponer al extinto líder Muamar Gadafi, cuyo asesinato a manos de la OTAN dejó un vacío de poder que convirtió a Libia en una tierra de nadie a merced de criminales y señores de la guerra, quienes obtienen ingresos del tráfico y la explotación de los migrantes.

Es urgente que los gobernantes europeos dejen de eludir su responsabilidad humanitaria e histórica y hagan todo lo posible para coadyuvar en vez de sabotear los esfuerzos de rescate de quienes acometen el desesperado acto de embarcarse bajo las condiciones más precarias en busca de una nueva vida para sí mismos y sus familias.

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Edición: Emilio Gómez


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