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Mis almendras amargas

La pandemia nos arrancó el placer de sentir el áspero papel del periódico
Foto: Jusaeri

Pablo A. Cicero Alonzo

Uno de los olores más recurrentes de mi vida ha sido el del papel impregnado con tinta. Durante años, al concluir mi jornada de trabajo, ya de madrugada, el sonido de las prensas y el olor de los periódicos recién salidos, con las noticias que se cocinaron con esmero durante horas, me recordaban la importancia de mi trabajo. A pesar del cansancio, ese olor, ese martilleo me hacían sonreír. Si al doctor Juvenal Urbino, inevitablemente, el olor de las almendras amargas le recordaba siempre el destino de los amores contrariados, a mí el cóctel de papel y tinta me inyectaba el romanticismo de mi profesión perdida en goteos de contratiempos.

Hace meses que no huelo ese perfume: el suspiro húmedo de páginas. Hace, exactamente, diecisiete meses. Y es muy probable que tú tampoco, y que estas palabras las estés leyendo en una pantalla brillante y fría, parpadeante; en una computadora o en un teléfono celular. La pandemia nos arrancó, de tajo, el placer de ese olor y de sentir, en nuestros dedos, el áspero papel del periódico. Optamos por el píxel antes de salir de nuestras trincheras; sólo nos queda el café en nuestra liturgia de la mañana, pues también nos extirpó el asombro estos días sin sentido.

El aroma de los libros es una explosión. Es la lignina la que nos pica la nariz, ya que provoca que las páginas vírgenes huelan a vainilla. Esa misma sustancia, con el paso de los años y de las lecturas, se oxida, transformando su aroma con ligeros toques de humedad y de sabiduría: es el olor que impregna las librerías de viejo, que esculpe en nuestra imaginación vidas de extraños, de bibliotecas ajenas, lejanas. Ese olor también ya sólo existe en un refugio de mi memoria, ya que igual el encierro me obligó a cambiar los libros por un dispositivo electrónico. Mis visitas a las librerías, mis súplicas por recomendaciones, como muchas otras cosas, han desaparecido. Leer en Kindle reconforta, pero no llena, mucho menos sacia; es un onanismo literario

Soy un hombre de tinta y papel, náufrago en esta nueva realidad; neanderthal vagando en páramos nuevos y hostiles. Pero, en esta añoranza de aromas, en la morriña de los perfumes de mi vida, aún huelo: a mi esposa, que exhala una aventura de especias, de bazar y caravanas; a mis hijas, adrenalina de animales salvajes enjaulados, a petricor; a mi perra, las patas de mi perra, que huelen a asfalto y césped, a libertad y nuevos horizontes. Huelo, en cada una de las veinte mil aspiraciones de mis días y mis noches. Huelo. A diferencia de millones, de cientos de miles que ya no pueden hacerlo, huelo. 

Dicen que el olfato es el sentido menos valorado. Cuenta Bill Bryson que en una encuesta realizada en Estados Unidos la mitad de las personas menores de treinta años afirmó que preferirían sacrificar el olfato antes de separarse de su dispositivo electrónico favorito. La encuesta a la que hace referencia este erudito divulgador en su libro El cuerpo humano se remonta a 2015, en ese mundo prepandémico, a la vez tan cerca y tan lejos. Precisamente la pérdida del olfato —y del gusto— fue uno de los primeros síntomas del coronavirus que se identificaron, en el epicentro de Wuhan: el paciente cero, se supone, perdió el gusto después de saborear un potaje de murciélago. 

La pérdida del olfato trasciende a la enfermedad, y hay convalecientes que su otrora plato favorito le comienza a saber a excremento. Cacosmia, dicen que se llama la secuela —percepción imaginaria de un olor desagradable, ocasionada por una infección, un problema neurológico o una alucinación; resultado de esta guerra que libramos contra el enemigo microscópico. Todo ha cambiado, y así se huele. 

Nacemos ciegos. Durante las primeras semanas de vida, fuera ya del tibio, tenue y silencioso vientre, nuestros ojos van poco a poco enfocándose: sombras que adquieren volumen: bultos, hasta definirse, poco a poco, en rostros y gestos. Vemos, entonces, sonrisas, cansancios, preocupaciones. Durante la gestación, escuchamos, a lo lejos, música o arrullos, si nos va bien; el soundtrack del líquido amniótico, la lista de Spotify del nido. Irrumpimos en el mundo con un alarido, que estrena nuestros pulmones y nos recuerda que nacimos para hacernos escuchar: nuestra primera reacción es una estridente queja; lo primero que oímos es nuestro llanto. Nuestra piel igual tarda en calibrarse, y por eso nuestros padres tienen que meter el codo en el agua antes de bañarnos. Con los nervios recién salidos de la fábrica, es el olfato quien nos da nuestra primera felicidad: el aroma de nuestra madre. 


Edición: Estefanía Cardeña


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