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Con la circunstancia propicia del precipitado retiro de las fuerzas estadunidenses en Afganistán, la facción talibán lleva a cabo un rápido avance sobre decenas de distritos en ese país centroasiático, en tanto que el ejército del gobierno de Kabul parece disolverse ante la ofensiva. Por más que la fuerza aérea de Washington realiza ataques aéreos de contención contra los rebeldes, es claro que sus aliados locales están perdiendo la guerra.

El sufrimiento de los civiles es inmenso. En el curso de las acciones bélicas de los días recientes, centenares de personas no involucradas en el conflicto han perdido la vida –incluidas decenas de niños–, hay atentados en la propia capital, los desplazados se cuentan por millares y parece inevitable un éxodo de grandes cantidades de refugiados hacia el extranjero.

De esta manera, resulta inevitable ponderar la posibilidad de que pronto, incluso en el curso de este año, Kabul sea conquistado por el talibán y se configure un escenario no muy distinto al de la caída de la antigua Saigón –hoy, Ciudad Ho Chi Minh– tras la derrota de la intervención estadunidense en el sudeste asiático. En todo caso, en Afganistán se gesta una catástrofe geopolítica y moral de proporciones equivalentes para la superpotencia, y mucho más grave, en términos de destrucción humana y material, para los afganos.

En ese curso de acontecimientos, la salida de las fuerzas militares de Washington dejaría un escenario muy semejante al que encontraron hace casi 20 años, a finales de 2001, cuando la intolerante y autoritaria facción fundamentalista dominaba el país.

Como se recordará, el entonces presidente George W. Bush ordenó un allanamiento bélico masivo del infortunado país centroasiático con el argumento de que los talibán protegían al grupo integrista Al Qaeda, encabezado por Osama Bin Laden, que se atribuyó los bárbaros ataques de aquel año contra las torres gemelas del World Trade Center y la sede del Departamento de Defensa.

Así dio comienzo una nueva guerra devastadora y particularmente violenta en una nación que venía de padecer otra intervención militar extranjera –la soviética– y una prolongada lucha intestina de grupos armados.

En las siguientes dos décadas, tres gobiernos estadunidenses sucesivos se empeñaron en crear en suelo afgano instituciones fieles a Occidente y hasta un ejército, pero hoy resulta inocultable que todo ese esfuerzo duró en tanto contó con una activa presencia militar foránea que no consiguió nunca dominar el territorio.

A la postre, la administración de Donald Trump acabó negociando con el talibán un acuerdo, firmado en febrero del año pasado en Doha, en el que se estipulaba un doble compromiso: el de los invasores, de retirarse del país, y el de los rebeldes, de no avanzar sobre grandes centros urbanos. “Un acuerdo podrido”, lo llamó el secretario de Defensa del Reino Unido, Ben Wallace, en referencia a que Washington ya no buscaba la estabilidad ni la paz afganas sino sacar lo más pronto posible a sus efectivos de una guerra tan prolongada como inútil.

Hoy, Washington tendría que esforzarse al menos en dar asistencia humanitaria a la población que huye del avance talibán, lo que significaría abrir sus fronteras a un gran número de refugiados y admitir que, como ocurrió en Vietnam, su incursión en Afganistán no ha dejado más que un inmenso desastre.

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Edición: Ana Ordaz 


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