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Las tres muertes de José Eduardo

Su cuerpo y su memoria aún no descansan
Foto: Rodrigo Díaz Guzmán

José Eduardo falleció, por primera vez, el 3 de agosto. Antes de su agonía, lo detuvieron y lo encarcelaron; tenía 23 años, y era un náufrago en nuestra ciudad. Aún tibio, su cadáver atrajo una inusual, igual de macabra fauna cadavérica: mercennariumque increpantes diurnarius, scavenger advocatorum y socialis causas in meretricibus dantur mercedes… Todos larvas, gusanos, moscas que se atascaron con el cuerpo inerte, incluso en su melancólico peregrinar a la tumba que incluyó parada en la calle 62.

Periodistas con cuentas por cobrar, abogados carroñeros y Celestinas de causas sociales en un festín que aún no acaba, bufé de podredumbre y descomposición social. 

José Eduardo falleció, por segunda vez, el 9 de agosto, cuando se filtró un vídeo de momentos antes de su detención. En este material —el primero de varios que aparecieron posteriormente— se observa al joven completamente intoxicado por alguna sustancia, que por el diálogo que se escucha se deduce es la metanfetamina cristal. El joven tiene escalofríos y lucha contra seres invisibles, invencibles, más amenazantes aún que los agentes que lo interrogan. 

Acorralado, tiene espasmos, se cubre la cabeza con sus lánguidos brazos, pide un “castigo justo”, en pleno malviaje, en medio de una tormenta de ansiedad; con la calaverita sobre su hombro, susurrándole inquietantes incoherencias. La filtración de este material tuvo como único fin mostrar a la víctima como un drogadicto, como un muerto en vida: zombi de excesos, vómito de una sociedad; quisieron justificar una ausencia devaluando un ser. Los artífices de esta filtración resultaron, además de inhumanos, idiotas, incapaces de recordar la historia reciente.

En un caso similar, la defensa de los policías que asesinaron a George Floyd, en Minnesota, demostraron que su víctima estaba drogada; incluso, escarbaron en su pasado para ensuciar su recuerdo. A la gente, sin embargo, poco le importó: incluso humanizó el recuerdo y le dio rostro al movimiento del Black Live Matters. Aquí, las vidas que nos hicieron parecer de mierda igual importan, la tuya y la mía, la de todos, y por eso no es José Eduardo quien ahora está en el banquillo; él somos todos, cúmulos de debilidades y vicios. La filtración se les revirtió a los estrategas de las cloacas, al mostrar a un joven aún más necesitado de ayuda, hambriento de compasión. Se convirtió en triste, desesperado espejo. 

José Eduardo falleció, por tercera vez, el 15 de agosto, cuando el defensor de sus presuntos asesinos dijo que lo habían sometido para que no se autolesionara. El chico lumpen ya no sólo buscaba suicidarse lentamente, rasgándose el alma con cristal, sino que coqueteaba con el dolor y la muerte en la ruleta rusa que era su vida. En la parte más patética de la defensa, se señala incluso que el abogado defensor admitió que “pudo existir un uso excesivo de la fuerza”, eso sí, para evitar que el joven se golpeara a sí mismo. No sólo no lo mataron, sino que evitaron que él se matara, aseguró el picapleitos implícitamente.

Cuando al mismo abogado se le cuestionó por qué cuando se detuvo a José Eduardo vestía pantalón y cuando ingresó a la celda, short, respondió, como si se dirigiera a una audiencia estúpida, alienada, que era parte del protocolo. En ese mismo vídeo aparece que José Eduardo compartió celda un momento con otro joven, este sí, con pantalones; la dignidad se arranca como una prenda de ropa.

José Eduardo ya falleció, hasta ahora, tres veces, y su cuerpo —y su memoria— aún no descansan. Las autoridades deben saber que su prioridad, antes de defender su trabajo, es que la memoria de este joven, al que le despojaron no sólo de la vida sino de la posibilidad de redención, encuentre paz. Algo explotó en el averiado interior de José Eduardo; es indispensable encontrar el origen de ese big bang mortal. Sólo así, sin más filtraciones estériles, estúpidas declaraciones.

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Edición: Ana Ordaz 


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