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del

Yucanistán

Hay un talibán en muchos yucatecos, incluso en los defensores de la libertad
Foto: Rodrigo Díaz Guzmán

Hay un talibán en muchos yucatecos, que en ocasiones se esconde, pero en otras se muestra, sin el recato de la burka, en todo su lapidario esplendor. Ahí están, incubándose como homúnculos, en la húmeda oscuridad de esta sociedad. 

Mulás del muladar que dictan fatuas fulminantes, ya sea con editoriales, ya sea con filtraciones de videos, intentando justificar el asesinato de un joven por sus adicciones; aquí, los cadáveres son arrastrados por los senderos de la mentira: la sangre se mezcla con la tinta de medios que se creen atalayas: “Si uno analiza los hechos encontramos que el joven no era una persona inocente, tenía actividades que evidenciaban un consumo de drogas como el cristal”, pontificó uno de los ayatolas en medios que se han convertido en minaretes y cuyo objetivo se ha reducido a llamadas matutinas a la sinrazón colectiva y a la obediencia ciega de dogmas. 

El alarido de almuédanos que sólo recitan versos coránicos, analistas que sólo aceptan su verdad, condenando las certezas ajenas. Leyes desplazadas por sharias que arrebatan derechos y niegan libertades, como la de que dos personas que se aman se puedan casar. No se escudan en el Corán, pero sí en otros libros, igual de poéticos, igual de patéticos; cartillas morales con versículos huérfanos de contexto que llaman a encender hogueras y a lapidar a los rebeldes, aun cuando la revuelta no sólo está justificada sino que es necesaria, indispensable. 

Ulemas errantes que intentan conjurar con rezos anhelos, todo en el manoseado nombre de dios y de las buenas costumbres, de la pureza de un linaje que, sin embargo, nació sucio y mestizo, y ahí su inmensa riqueza. 

Hay un talibán en muchos yucatecos, incluso entre quienes se ostentan defensores de la libertad: lanzan pétreos juicios sobre la vida de otros, silenciando sin argumentos sus opiniones; castran ideas, circuncidan opiniones nada más porque no comulgan con las de ellos. Son sucios e indignos para su Meca, Jerusalén o Ciudad Blanca

En esos sitios sagrados, sólo posturas kosher: inodoras e incoloras. Y es por eso que en ocasiones hay incluso miedo de hablar, de escribir; de exponer una postura: piedras como asteroides que exterminan el libre albedrío, la oportunidad de disentir. Y, mientras esto sucede, miles de yucatecos, enfundados en el hijab de la pandemia, deambulan por senderos más negros que las de Kabul, sin luz ni esperanza en ese nuevo régimen que, en nombre de la austeridad, arrebata incluso los servicios básicos —son comodidades de neoliberal, escupiendo esta última palabra como si fuera una herejía. Y, sin embargo, esperando sin esperanza que esa negrura no se convierta en un calabozo municipal de Abu Ghraib.

 

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Edición: Estefanía Cardeña


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