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Foto: Katia Rejón

“Todo chuminopolita tuvo su primer algo en Carta Clara”, dice Diego de Regil que ahora trabaja como cantinero. Él aprendió a manejar su primera bicicleta, su primer coche, dio su primer beso y bebió su primera caguama, en ese campo. El estadio se construyó en los años cincuenta para ser la casa de los Leones de Yucatán y después, cuando era una explanada de conciertos, jóvenes como Saúl Franco, hoy músico y cantautor, subían al techo de su casa en la Chuminópolis para disfrutar el espectáculo. Ahora el estadio es una plaza color gris y naranja llamada Plaza Patio.

Aunque los entrevistados son treintañeros, sus recuerdos están añejados por la nostalgia. Diego vivió sus primeros 20 años en la colonia y después se mudó, hasta hace poco regresó a vivir a la casa que su padre compró en 1991 en Chuminópolis. “Recorrí cada esquina de niño y adolescente. Recuerdo con cariño el kinder Niños Héroes de la calle 18, tenía una piscinita. También, de ahí, al maestro de música que nos jaló a un coro de Armando Manzanero en Wallis. Acampar en la Casa de la Cristianidad era bellísimo”, dice.

 

Foto: Katia Rejón 

 

El nombre de Chuminópolis se debe a su fundador Domingo Sosa quien en 1890 realizó las gestiones para el primer fraccionamiento de la ciudad, aunque después se llamó colonia. Chumin es el hipocorístico (la forma cariñosa) de los domingos en el idioma maya y polis es el griego de “ciudad”.

De acuerdo con algunas notas de prensa, la colonia tiene casas de hasta 120 años de antigüedad. Hasta hace poco, existían dos emblemáticas tiendas de inspiración meteorológica: El Relámpago y la Tempestad. La primera ahora es una casa donde ofrecen servicios de costura y la segunda está habitada por un gato gris. 

 

Foto: Katia Rejón 

 

Don Eduardo dice que no hay casas abandonadas en Chuminópolis pero, en cien metros a la redonda de su hogar hay por lo menos cinco casas incontrovertiblemente abandonadas. Eduardo tiene 70 años viviendo en la colonia y sale a tomar el aire de la mañana en camisa de vestir y sin zapatos, no socializa con sus vecinos, a la de enfrente me dice que ni la mire porque me empezará a hablar. Pero la miro y me empieza a hablar. 

La Chuminópolis no sólo tiene casas abandonadas, también tiene personas abandonadas dentro de las casas. 

Ceci Soberanis tiene 26 años viviendo en la colonia y cuenta que ella siente una conexión muy fuerte con sus vecinos, algunas personas las quiere como a sus abuelos o abuelas y “la sensación de pertenencia por el hecho de que me conozcan de toda la vida y a mi familia entera es muy reconfortante”.

 

Foto: Katia Rejón 

 

Las fiestas de fin de año vecinales marcaron su infancia. Los vecinos cerraban la calle y colgaban piñatas de techo a techo: “Podíamos comer en la mesa de alguien diferente por ratos y entrar hasta al día siguiente sin importar si mis papás seguían o no en la fiesta. También atesoro mucho los momentos en los que nos hemos quedado sin luz y todas las personas salen a la calle a platicar y compartir botanas. Esto ha disminuido con el contexto actual pero con la pandemia siento que estas relaciones vecinales se han reforzado muchísimo”. 

Los vecinos jóvenes coinciden en que los pequeños derrumbes de humedad, las rejas oxidadas, y los cristales rotos son evidencia de que este lugar lleva de pie ya muchísimo tiempo, el mismo en que la ciudad ha crecido más allá del periférico. Muchos de los habitantes originales han fallecido o se han ido a vivir con sus familias en otras colonias. 

“Toda esta zona es como un anillo: Miraflores, Esperanza, Wallis, Chuminópolis e Industrial es donde pasé mi infancia, y ahora de adulto. Son espacios a los que les tengo mucho arraigo y estar aquí es estar en Mérida, no me iría a vivir a otro lado (Cholul, Francisco de Montejo) son colonias muy ajenas. Esta es una zona a la que me es más fácil llamarle hogar”, dice Emanuel Tatto, cineasta y fotógrafo de 30 años.

 

Foto: Katia Rejón 

 

Emanuel está de acuerdo en conservar la honestidad de la colonia en sus calles y casas venidas hacia adentro. Explica que al pasar desapercibida, este lugar se salva de la gentrificación, industrialización y mala planeación urbana, una constante en la “renovación” de las zonas viejas de la ciudad como el Centro Histórico que solo termina remarcando la desigualdad social. 

La hacienda del Olvido, la capilla neogótica, las primarias Ramón Osorio y Pino Suárez, la iglesia de San Rafael, el colegio Motolinia (el mos), el convento María de Monserrat (las madres del pich) son sitios icónicos de la colonia. 

La iglesia neogótica con su ojo de cíclope, blanca y silenciosa, vecina de la hacienda abandonada cuyo nombre encima, para hacerlo más tremebundo, es El Olvido, es quizá el punto más conocido para las personas que no vivimos en esa colonia. 

Pero hay muchos más establecimientos que se han enraizado y forman parte de la memoria colectiva de los colonos. Por ejemplo, la paletería La Michoacana frente al parque Cando y Cano que después del huracán Isidoro se le fue la luz y regaló helado a los niños de la colonia antes de que se descongelara. O el minisuper Imperial de los tíos de Diego que era el mejor surtido. O Caridad del cobre, donde los fines de semana se atascaba la gente para comer mondongo y tortas de camarón.

 

Foto: Katia Rejón 

 

La panadería la Suprema lleva aproximadamente 90 años en la Chuminópolis. Van cuatro generaciones de la misma familia detrás del aparador de pan dulce. Annette Lugo dice que, desde su bisabuelo, todas las personas de su familia han trabajado al menos una temporada ahí: sus tías han sido cajeras, su papá aprendió a hacer pan para conocer las bases. 

A Diego se le amontonan los recuerdos de esa época: “Nos levantábamos con el silbato de la cervecería que sonaba a las seis o siete de la mañana y otra vez a las tres de la tarde. Y siempre había un olor como a pan agrio”.

Los jóvenes de la colonia más vieja, al menos los entrevistados, no añoran sitios de moda ni parece molestarles tanto el abandono de algunas casas porque su vínculo con la colonia es demasiado fuerte.

Además, es una colonia tranquila y colorida, cercana al Centro Histórico, económica, de calles amplias sin tránsito. Los servicios son suficientes y estar cerca del centro les facilita la cotidianidad. 

“El espacio donde vivo es parte de mi identidad y aunque sé que hay ciertos aspectos socioculturales medio raros (la presencia de muchas personas sin hogar y que viven en adicción, más lo que ya he mencionado antes) los buenos recuerdos y los lazos que tengo aquí son muy fuertes e importantes para mí”, concluye Ceci.

 

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Edición: Ana Ordaz 


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