Pablo A. Cicero Alonzo
Ha pasado una vida. Han pasado innumerables muertes. Pero, poco a poco, estamos comenzando a recobrar lo que se nos fue arrebatado; nuestra piel, hecha jirones por el látigo del miedo, se está regenerando. Y, aunque aún todo es difuso, opaco —nuestros ojos todavía se adaptan a la claridad—, nos sentimos mejor.
Como el Bill Murray en estado de gracia de la película Groundhog Day —traducida aquí como Atrapado en el tiempo—, cuya vida se convierte en un bucle, en un día —el de la marmota— que se repite, y se repite, y se repite. Así nosotros, en el claustro del miedo, intentando vivir como si nada cuando todo cambió.
Yo, como patético, godínez Sísifo, hago todo por que este encierro no me enloquezca. Y aunque sospecho que mis compañeros de trabajo asisten a las juntas virtuales en calzoncillos, me visto con la misma ropa que utilizaba en ese pasado, tan cercano, tan lejano, en el que respirar no era una actividad de riesgo; esa ficción ajena a mascarillas y gel germicida.
Tomo café, mucho café, lo que me cobra factura en las noches, con pensamientos que revoletean, como mariposas negras, y espantan sueños. Leo, al principio sólo en dispositivos, y ahora, ya en ejemplares físicos, cuyas páginas desprenden el olor que me dan la certeza de mi cada vez más sospechosa virginidad viral.
Mi casa —tu casa— se ha convertido en un arca de Noé: a Nina se le han unido dos gatos, padre e hijo, que prefieren la seguridad alimentaria al inacabable —y me imagino molesto para ellos— entusiasmo de la border collie. En estos meses igual llegó un camaleón, gracias al cual las noches de la casa se han llenado de la estridulación de grillos, que al día son atrapados por la lengua alienígena del reptil. Alguien podría decir que escuchamos los cantos de condenados a muerte; yo escucho el campo, mi infancia.
Aprendí a asar carnes, como señor que se jacte, y a ser previsor con mis reservas de alcohol, ante cualquier amenaza gubernamental: nunca más que atraparán seco. Gané, innumerablemente, partidas de scrabble; perdí, aún más veces, manos de rummy. Fuimos la familia Robinson, pero náufragos al fin. Tuvimos lo que necesitábamos; sin embargo, nos faltaba el mundo.
En esta pandemia vivimos —y morimos— en lo básico, como anémonas, cuando nuestra naturaleza, precisamente, nos empuja a evitar lo básico y perseguir truenos, para que, como escribió Cortazar, un rayo nos parta los huesos y nos deje estaqueado en la mitad del patio. Sólo hay una cosa peor que tener miedo. Y es tener miedo y estar solo. Ya no lo estamos. O, por lo menos, ya no lo estaremos.
En el confinamiento, el inventario de las tripas estuvo en diapausa; poco a poco, como palomitas de maíz, de las crisálidas salen mariposas y comienzan a hacer lo suyo en el estómago. Podría ser miedo, podría ser alegría; es ambas. Tenemos miedo de reconquistar las calles, y a la vez alegría de hacerlo. Es como una primavera, peligrosa y bella a la vez. Como la vida, que rehuye lo básico y busca la lluvia que cala hasta los huesos cuando salimos de un concierto. Ya lo había escrito Cortazar, y por eso todos somos dibujos fuera del margen, poemas sin rimas; cronopios con mariposarios en la panza.
Edición: Laura Espejo
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