de

del

Cajón de sastre

Hay otra persona en la inmensidad de ese cajón: es mi abuela
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En este cajón de sastre hay un pelotón de soldados portugueses, entre ellos un psiquiatra que después se convertirá en escritor. Marchan, arrastrando los pies, en la negra noche angoleña. Las brazas de los cigarros que cuelgan en los rostros cansados de matar son las únicas, patéticas luciérnagas en esa oscuridad. Con los primeros rayos de sol se percatan que están rodeados de flores, que en sintonía con la luz comienzan a posar para el sol: millones de girasoles engullen a esos hombrecitos verde oliva, que por un instante, al alba, se olvidan de la guerra. 

En ese mismo cajón, junto a botones de nácar, está una pareja; los dos, él y ella, están en un parque de Roma, al atardecer. De repente, sus miradas se desanudan y miran al cielo, donde nubes comienzan a convertirse en extrañas, hipnóticas formas: ahora un dragón, ahora una mariposa; una ola, un remolino, sinfonía de cabriolas. Se dan cuenta que esas nubes son parvadas: diminutas, oscuras aves que se mueven como si fueran un solo ser, evanescente y rítmico. Maravillados, contemplan durante minutos lo que se conoce como una murmuración de estorninos. Después, vuelven a anudar sus miradas, más maravillados aún. 

En un rincón de la gaveta, está un condenado a muerte. No lo sabe aún, pero la suerte le va a sonreír: Igual es el alba, hora de la guadaña, y sabe que está cerca del mar: siente la humedad, escucha la hipnosis de la marea. Lo colocan, con violencia, en una playa pedregosa, y cuando el paredón ya está listo de recibir la sentencia de plomo, se escapa una bala; una sola: El relámpago despierta a las flamencos dormidos de la costa, que, en el trueno de una taquicardia de alas rosas y negras abandonan la ciénaga y eclipsan el sol, que apenas está saliendo. Los soldados levantan la vista, y el condenado a muerte escapa. 

En lo que pudo ser la faltriquera de un prestidigitador hay dos gatos: uno amarillo, que sobrevive la última de sus vidas, el otro atigrado, su hijo. Con paciencia, el padre recorre el vecindario, que hasta la octava vida era su reino: otro, más joven y fuerte, lo exilió, amenazándolo con borrar su toda estirpe, que ahora se reduce a ese pequeño balam. Encuentra una casa, y descubre ahí un santuario. En ese remedo de bolsillo secreto que nunca terminó el sastre, la novena vida del exiliado se extingue a las pocas semanas, pero logra encontrarle un hogar a su cachorro, que años después sería padre de otro gato amarillo, que de dos zarpazos matará al rival de su abuelo. En ese mismo mueble, junto a agujas, una de ellas oxidadas, si uno se acerca y se concentra puede escuchar la magia de Charlie Watts, que con baquetas en lugar de varita marca el ritmo para que un diminuto Mick Jagger cante She’s a Rainbow. Si, entonces, en lugar de escuchar, observas, el escuálido vocalista de los Stones toma retazos de tela —uno azul, otro dorado— y se contonea, como sólo él puede a sus casi ochenta. 

Hay otra persona, más o menos de la misma edad, en la inmensidad de ese cajón: es mi abuela, que batalla para que sus dieciocho hijos salgan adelante; todos están desperdigados en esa gaveta, pero un grito suyo, se cuadran y regresan: mi abuela, imán, turbina, experta lanzadora de chanclas: una fuerza de la naturaleza. Si es de noche y hay poca luz, ese cajón de sastre se llena de bichos de luz, que ayudan a elegir el recuerdo apropiado para espantar la tristeza; bálsamo para las raspaduras del alma. Aunque recuerdo que de niño buceaba en cajones, en donde en la escafandra de la imaginación pasaba horas, crecí y me olvidé de lo importante de atesorar imágenes, recuerdos y fantasías para días tristes y complicados. Fue hasta hace poco que recordé lo bien que uno se siente sumergido en otro mundo, en otra galaxia. Coleccionar instantes y atraparlos en frascos vacíos, llenarlos de alegre nostalgia, relegando la morriña; agitarlos en las penumbra, para que, como luciérnagas, iluminen toda la habitación, la vida. Gabinete de maravillas, minúscula corte de los milagros. Salvavidas de la memoria, flotador de recuerdos para mares bravos, como el de ahora.

 

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Edición: Laura Espejo


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