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Cada año es necesario recordar que, además de los trágicos acontecimientos suscitados en Estados Unidos en 2001, el 11 de septiembre marca el aniversario de un ataque no menos deplorable y de consecuencias igualmente amplias: el golpe de Estado contra el presidente Salvador Allende, su cobarde asesinato a manos de militares traidores y la imposición de la dictadura de Augusto Pinochet. Tan importante como rememorar los hechos es tener presente que, de acuerdo con documentos estadunidenses desclasificados, el derrocamiento del gobierno elegido democráticamente y el establecimiento de un régimen de facto fueron impulsados y asesorados desde Washington.

Hace diez años, la Comisión Asesora para la Calificación de Detenidos, Desaparecidos, Ejecutados Políticos y Víctimas de Prisión Política y Tortura determinó que más de 3 mil personas fueron asesinadas o desaparecidas por el pinochetismo, mientras otras 35 mil sufrieron “algún tipo de violación de derechos humanos de tinte político” entre 1973 y 1990; sin embargo, la propia comisión reconoce que las cifras podrían duplicarse si se consideran aquellos casos en los que se presume una violación, pero no puede comprobarse.

Estos números no reflejan el sufrimiento humano ni el daño duradero que el gobierno militar causó a Chile al convertirlo en campo de pruebas de un salvaje proceso de expoliación de la riqueza, inducción de la desigualdad, desmantelamiento de derechos, privatización de los bienes nacionales y los recursos naturales, y enajenación social. Casi medio siglo después, el pueblo chileno sigue luchando para recuperar lo que la dictadura robó a través de este modelo, exportado al resto del mundo a partir de la década de los 80 y bautizado como neoliberalismo: una democracia real y no sólo formal; los derechos a la educación, la salud, la vivienda, el trabajo y el retiro dignos; la libertad de manifestarse sin sufrir brutales formas de represión y, ante todo, la conciencia de que la sociedad es mucho más que una mera agregación de individuos, cada uno de los cuales persigue sus propios propósitos sin atender las consecuencias de sus actos sobre el resto de sus conciudadanos.

Justamente, las protestas masivas que se han sucedido periódicamente en los recientes lustros, y que cristalizaron en el estallido social del 18 de octubre de 2019, representan los tanteos de una sociedad atomizada para rearticular su sentido colectivo, con el fin de encauzar los malestares inconexos y difusos en una sola voz contra las causas profundas de los grandes problemas chilenos: los sistemas político y económico impuestos por la dictadura y petrificados mediante una Constitución que los gobernantes posteriores no han querido o no han podido remplazar. En esta búsqueda, los chilenos han debido sobreponerse a una estrategia central del neoliberalismo para vencer la resistencia a sus políticas de saqueo y precarización: la despolitización de la sociedad, para la cual se demonizó, trivializó y tecnocratizó la actividad política, a fin de volverla algo que es visto simultáneamente como malo, inútil y demasiado complejo para las mayorías.

A 48 años del golpe contra Allende, la experiencia chilena sigue siendo un recordatorio de que las derechas latinoamericanas están dispuestas a recurrir a cualquier expediente para descarrilar los proyectos de gobierno que atienden a las necesidades de las mayorías. Asimismo, permanece como la prueba más palpable del carácter inhumano del modelo neoliberal, tan nocivo, que para implantarlo por primera vez sus promotores se aliaron con una de las dictaduras más salvajes que han asolado a la región. A la vez, y de manera paradójica, brinda un motivo para la esperanza, pues la lucha actual del pueblo chileno nos enseña que ninguna oscuridad es fatal ni inamovible, sino que hasta el más acabado ejemplo de desarticulación social puede revertirse cuando los ciudadanos recobran el valor de la solidaridad.

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Edición: Emilio Gómez


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