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Zazil Ha, una vida junto a los aviones

Historia para tomar el fresco
Foto: Nayeli Góngora

Candelaria Pacheco tuvo que construir su casa en la colonia Zazil Ha cuatro veces. La primera vez fue cuando se mudó hace 60 años y la colonia estaba prácticamente vacía; la segunda, cuando unos niños encendieron una vela a falta de luz eléctrica y ocasionaron un incendio. Después, construyeron un techo de dos aguas con lámina de cartón pero cuando el ayuntamiento instaló agua potable en la calle, se lo rompieron.  

Ahora su casa tiene una entrada amplia donde prepara tamales y los albañiles de la cuadra van a almorzar. Hay un altar, una televisión y una familia.

Cuando le pregunto a Candelaria cuántas nietas tiene dice: “Dios mío, ya ni sé. Tengo nietas, bisnietas y tataranietos. Todos me vienen a visitar”. 

 

Foto: Nayeli Góngora

 

Es callada Candelaria. A diferencia de su hermano que acaba de venir de Los Ángeles y no deja de hacer bromas. Candelaria sostiene su bastón de madera, mientras tomamos el fresco a las seis de la tarde junto a sus bisnietas, su hermano y su cuñada. Somos demasiados en la escarpa y me pasan un asiento peligrosamente cerca de la orilla.

“Si te caes, no te vamos a levantar ¿eh? Ya te chupó el diablo”, me dice su hermano, riendo. 

Él se fue a Estados Unidos cuando tenía 24 años, más de la mitad de su vida la ha pasado en ese país donde tiene a sus hijos y nietos. 

“Trabajé pintura, tuve troca de lonche, ahorita ya estoy retirado. Claro que sí extraño acá pero aquí no hay dólares”, dice. 

Candelaría ha ido de visita a Los Ángeles porque tiene una hija ahí pero cuando le pregunto si no quiso irse a vivir allá, responde:

“No, no, no, no, no, no”. 

Los separa una distancia de nueve horas en avión. Y quizá el ruido constante de esas máquinas le recuerde que parte de su familia está lejos. En menos de una hora, por lo menos dos aviones han rugido cerca. 

Candelaria vive a una cuadra de la barda del Aeropuerto Internacional de Mérida “Manuel Crescencio Rejón” que, como su casa, ha tenido cuatro construcciones: la original en 1928, remodelado en 1968, renovado completamente en 1999 y luego en 2012. Es el segundo aeropuerto más grande de la compañía Grupo Aeroportuario del Sureste (ASUR) en términos de pasajeros. 

 

Foto: Nayeli Góngora

 

Quienes viven alrededor de este espacio desde antes de la barda, coinciden en que ésta cambió la dinámica de las colonias. El parque “La Cueva” que está en la calle 121 A entre 52A y 54 tenía un “pasadizo secreto” que llevaba a un cenote que ahora está dentro de los terrenos del aeropuerto.

“Era una cueva de barro. Una gruta en la que te podías meter y había barro, como lodo rojo. Terminaba en el cenote de acá atrás donde nos íbamos a bañar en tiempos de calor. La cueva sí está pero cerraron sus entradas”, explican. 

Buscando información sobre cómo es vivir cerca de los aviones, un amigo me contó que en la Delio Moreno a veces había interferencia entre los canales de cable y el aeropuerto. “Muchas veces escuchamos la comunicación entre el avión y la torre de control. Lo que se nos hacía raro era que la comunicación era muy coloquial, muy de barrio”, recuerda. 

Así, mientras en las películas vemos a los pilotos muy serios hablar en clave, lo que oían él y su hermano menor mientras veían Nickelodeon con antena de parrilla MásTV, era “Qué onda, wey, ando llegando ¿hay chance?” y le respondían: “Simón, simón, llégale”. 

Por la calle de Zazil Ha las personas también se saludan con cercanía y afecto. Es una rutina que se conserva en algunas colonias de Mérida: estar sentados en la puerta de una casa tomando el fresco, ignorando a los aviones que vuelan a unos metros del techo, hablando de planes inmediatos.

 

Foto: Nayeli Góngora

 

“Hablando de aviones, nosotros nos vamos el domingo”, le recuerda su hermano a Candelaria. Ella responde que sí, que si el mototaxista va a ir por ellos ahorita porque ayer los dejó mal. 

Y al preguntarles por el pasado lo primero que dicen es esa frase que limpia el aire: “Antes, todo esto era monte”. Y cerros de campo traviesa para motos, había una trituradora de piedras, terrenos de henequén, un establo de chivas. La mitad del terreno era para los militares que entrenaban todos los días desde temprano. Dejaron una casita nada más, rodeada de árboles de frutas.

“Donde enamoraba a mi mujer”, dice él. 

El mototaxista llega y hay un revuelo en la entrada. Le dicen que ayer le llamaron tres veces, que no sabían si iba a llegar. Él responde que sí, con diligencia y se despiden todos hasta mañana.

Un segundo después, la entrada de Candelaria ya no tiene esa vibración que guardan las casas de familias grandes. El silencio se corta con el paso de otro avión mientras ella me habla de las dos novelas que ve y de sus tataranietos.

“Es la vida que hemos tenido siempre”, dice y pone sus dos manos sobre la empuñadura de su bastón.

 

Edición: Laura Espejo


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