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El mal en estado puro

Y es en ese aparato en donde él irrumpe. Donde miles de niños anónimos son adictos a chutes de adrenalina
Foto: Rodrigo Díaz Guzmán

Sola. Ella se siente sola. Y aunque sus padres y hermanos están en casa, siempre, nunca se ha sentido más sola que en estos momentos. Se refugia en una pantalla brillante y hostil; una ventana a la nada y al todo. Y por ahí escapa al mundo que le ha sido negado.

El hogar, desde hace meses, ha dejado de ser tal, y se ha convertido en escuela y oficina; un no lugar en el que se deambula, sin saber a dónde se va; una familia a la deriva. Ella ve a sus padres carcomidos por la incertidumbre; respira un aire cargado de miedos y hastío. La tristeza igual se pasea por cada una de las piezas de esa casa: por la cocina, la sala, la recámara. 

Ella tiene sólo doce años, de los cuales los últimos dos los ha pasado ahí, purgando la condena de este presente. Y es entonces cuando lo conoce. Ya sus padres no ven extraño que pase tanto tiempo frente al aparato; al fin y al cabo, así toma clases y platica con las pocas amigas que le quedan, encadenadas igual a sus habitaciones. Así no molesta, así no estorba; ya bastantes preocupaciones tienen ellos, como conservar el empleo en una compañía que se va a pique. 

Y es en ese aparato en donde él irrumpe. Coinciden en una de esas plataformas de juegos infantiles, donde miles de niños anónimos, como ella, como supuestamente él, se hacen adictos a chutes de adrenalina. Ella comienza a pasearse por salas virtuales, adquiriendo cosas virtuales, experimentando sentimientos que no existen. 

En su desembarco a ese mundo falso, conoce a otros personajes —usuarios—, algunos amigables, otros hostiles, que le arrebatan sus logros o le impiden ascender de nivel. Actúan en cardumen, en manada: una conjura orquestada que poco a poco comienza a trascender la pantalla. La insultan y la ponen en ridículo; le escriben cosas horribles y la amenazan. Hasta que llega él, quien la defiende de esa pandilla de bullies y le revela nuevos mundos, galaxias enteras en ese laberinto de bits y bytes. Él le dice que tenía trece años, y que, como ella, sus padres están totalmente atrapados en la angustia de la realidad. 

Para ellos, él sólo es un accidente, un mueble en la casa, igual de fría y triste que la de su nueva amiga. Ella, a su vez, le hace confidencias, las que suelen hacerse las personas que se conocen de toda la vida: le habla de sus sueños y de sus temores, de lo que la hace feliz y lo que la pone triste; él escucha con atención y paciencia. Ella se muda a un mundo ideal, con él. Lo que no sabe es que le abre su mente a un hombre de 46, que planeó, semanas atrás, una campaña de derribo contra ella, con otros. 

Planearon el acoso y el rescate; tejieron una telaraña, inventándose mentiras, apretando los botones correctos, para entrar en el alma de una niña perdida en la realidad, sin mapa ni rumbo. Poco a poco, él le inyecta veneno, le inocula fantasmas: le dice que sus padres no la quieren y que le van a hacer algo malo. A ella la atrapa el insomnio y la angustia: ojerosa, sin hambre ni ganas, sólo quiere refugiarse en ese mundo irreal y en ese impostor, que orquesta otro ataque en su contra y otro rescate, y otro ataque y otro rescate, para fortalecer el vínculo tóxico, esos grilletes de mentiras. Y es entonces cuando le siembra la idea de que se mate. 

Una gotera, constante, precisa, de comentarios y datos con los que edulcora el suicidio, haciéndolo incluso romántico, mostrándolo como una opción, la única, la mejor opción para sus penas: hagámoslo juntos. Poco a poco, con la macabra eficacia de la araña. Ella le cree, y un día la encuentran sus padres en la bañera, con las venas de las muñecas en canal. El agua, ya fría, con minúsculas corrientes de intenso rojo, que se arremolinan en el desagüe; la vida se le escapa por ahí. 

Arrebatan, por poco, la niña a la tentada muerte, que ya había germinado. Antes de llevarla al hospital, los padres ven que la computadora está prendida, y que la cámara graba el intento de suicidio. No saben aún que, a miles de kilómetros, un hombre mira con enferma lasciva la escena. Una vez que el peligro se ahuyenta, y la niña convalece en el algodón de los sedantes, sus padres acuden a la policía. Ahí les confirman que hay varias investigaciones en curso, aquí en Mérida, de una red que opera en plataformas tipo Roblox para obtener videos de suicidios o autolesiones, principalmente de niñas. Ese material obsceno se vende después en una red aún más oscura que el infierno. Real; esto es dolorosamente real. Qué daría yo que fuera una ficción, como las que suelo disfrutar. Escribir esto duele. 


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Edición: Estefanía Cardeña


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