El disfraz del control

Aída López

“Y él respondió: te oí en el huerto y tuve miedo, porque estaba desnudo, y me escondí”. Génesis 3:10

Desde hace 18 meses comenzó la pesadilla de la pandemia y con ella los controles para evitar su propagación, que si bien no han impedido los contagios y recontagios, si lo han hecho en cuanto al colapso hospitalario. 

Las autoridades insisten en las medidas sanitarias, pero muchos ciudadanos hacen oídos sordos, lo que justifica la cresta de la ola y que no se vislumbre el faro esperanzador que devuelva a la normalidad. El miedo implícito en la sociedad contemporánea y hasta el pánico que se sentía en un principio ha ido normalizándose, ya se aprendió a vivir con él. No es novedad que a lo largo de la historia el control se fue disfrazando de miedo para imponer ideologías, instaurar leyes, estilos de vida y en sus peores versiones causal de genocidios. El exceso de miedo es útil para retomar el orden ante ciertas crisis, pero no es recomendable extenderlo por los daños adyacentes. 

El miedo moderado sirve para sobrevivir, para preservar la especie, es una emoción que los investigadores catalogan como aprendida. Estudios de laboratorio y de campo han concluido que el miedo se infunde y se contagia, modificando la conducta del sujeto hasta interiorizar el cambio y con ello los modos y las acciones. No es necesario ser experto para percatarse de los vuelcos que han dado las conductas y los comportamientos sociales. Algunos están adaptados a la nueva -ya no tanto- normalidad, pero siempre existen los kamikazes que sin cubrebocas envían besos a la muerte y la invitan a tomarse un jaibol en alguna covifiesta. La explicación va en el sentido de que ya le dieron la bienvenida o el miedo llegó a su máximo umbral de tolerancia y dejó de causar efecto, insensibilizó.

No hay mayor temor que el de perder la vida, algunos por preservarla han renunciado a la libertad de movimiento, autoarraigándose en sus hogares y ciudades, situación intensificada por el toque de queda; medidas de control que cambiaron la manera de consumir y convivir. La violencia es una señora incomoda que dejó las calles para instalarse con todo y maletas en los hogares, provocando incestos, feminicidios y suicidios. Sólo en Yucatán, según datos oficiales, hay 160 suicidios en menos de nueve meses, gran parte de ellos a consecuencia del encierro. Es revelador que jóvenes menores de veinte años, desesperanzados, provoquen su muerte como solución a sus problemas. El Día Mundial para la Prevención del Suicidio cada 10 de septiembre visibiliza un día lo que se vive a diario. Según el Inegi, 7 mil 896 muertes por suicidio se registraron en México en 2020. El caos ocasionado por el aleteo de un murciélago ha llegado a los resquicios de la psique, cuyos estragos son incuantificables. El control se está saliendo de control. 

Por necesidad nos instalamos en la tecnología para seguir viviendo y palear el aislamiento. Los beneficios que ofrecen las plataformas incrementan día a día el sedentarismo y con ello las enfermedades del nuevo siglo. Para pasar de analógicos a digitales se necesitan “convertidores genéticos” que den la posibilidad de seguir funcionando sin daños irreversibles al cuerpo y la mente.

La reconstrucción y reconfiguración social conlleva riesgos no calculados que se manifiestan sobre la marcha, como la proliferación de la violencia doméstica. El aislamiento en casa es mal consejero, porque mientras cada quien está en la suya, el diablo está en la de todos. 

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Edición: Ana Ordaz