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Una mujer espera, sentada en la oscuridad

La vacunaron contra el virus, pero no contra el olvido
Foto: Rodrigo Díaz Guzmán

Pablo A. Cicero Alonzo

La fui a visitar. La fui a ver el sábado. Aunque ya está vacunada, me hice la prueba, para estar completamente seguro. Toqué la puerta y ella me abrió. Está muy bien: no se ve enferma ni nada. Le sonreí y me acerqué para darle un beso, pero ella se alejó, dando un paso atrás. La miré; estaba desconcertado, y me di cuenta que no sabía quién era: que no tenía la mínima idea de quién era yo. Me vio incluso con miedo, con terror. Te lo juro, Pablo. Me alejé, pidiéndole disculpas. Me fui; lloré todo el camino de regreso a casa. Mi mamá no me reconoció.

Y sí, ya no lo reconoce. Ahora la visita con mayor frecuencia, pero él ya no se refleja en los líquidos ojos de su madre, ahora convertidos en profundos, casi infinitos pozos negros. Los ojos de su madre ya no relampaguean: son opacos, sin brillo; las chispas se escaparon en estampida casi equina. El miedo a contagiarla lo alejó, hace varios meses, y pensó que lo mejor era que estuviera cuidada por profesionales: la recluyó en la reclusión. No sabía que la mayor amenaza a su madre no flotaba en el ambiente: la carcomía en su interior; la quinta columna de ese mal que te arrebata el presente, dando a cambio el veleidoso pasado. La vacunaron contra el virus, pero no contra el olvido, y cuando se reencontró con ella, lo desconoció: el hijo cosechado de su vientre, en aquella joven, lejana fertilidad, se transformó en un extraño, en un hombre cualquiera. En la peste de la soledad, se le escapó de sus frágiles dedos el hilo de Ariadna; se le escurrió como resbaloso como anfibio e irremediablemente se perdió en los laberintos de sus recuerdos. Transitó, primero con angustia, por los vericuetos de su niñez: recordó incluso la calidez de su madre, su sabor dulce: leche que quita hambre y miedos; se adormeció con sus arrullos. Se raspó las rodillas de nuevo, y se columpió en el jardín de sus abuelos; paseó por los pasillos de su juventud, y en el marco de la puerta de la habitación de sus tíos, dio, de nuevo, su primer beso: sintió cómo su sangre hervía, de nuevo; cómo su corazón galopaba fuera del pecho, de nuevo. Tomó sus primeras lecciones, presentó sus primeros exámenes, se graduó otra vez, pero no logró distinguir qué había afuera de ese mar del pasado, ensimismada en la escafandra del alzheimer.

Era la niña de trenzas que se escondía en el diván, que temía que un monstruo viviera bajo la cama; la niña de ojos grandes, que se comía al mundo con la mirada. Era la joven alegre, que le gustaba bailar y leer novelas de Pérez y Pérez; la que fue reina del club. Era la estudiante de Derecho, y después abogada que no temía enfrentarse a viejos lobos en los juzgados; la licenciada de las causas perdidas. Era la mujer que dejó su profesión para dedicarse a su hijo, ese hijo precioso, que se reflejaba en sus ojos, siempre: el espejo de su alma.

En las asépticas recámaras de la residencia se enamoró de un anciano igual de extraviado que ella. Encontraron el amor a primera vista, como la primera vez de ambos. Ella se llama Aurora, pero él le dice Carla; él se llama Joaquín, pero ella le dice Pedro. A veces, ya que la mayoría sólo se refieren, el uno a la otra, la una al otro, con un simple mi amor. En medio del océano de su confusión, ambos atracan en el muelle de esa falsa certeza, pero certeza al fin: certidumbre compartida. Se pasan los días platicando, y se acarician las manos por debajo del mantel, mirándose cómplices, como adolescentes que son. Van tejiendo su vida juntos, recordando cada quien sus propios enredos, en esas tardes de instantes eternos. Sin embargo, al ocaso, de vuelta a la soledad de sus cuartos. Ahí, en las noches, ella espera, sentada en la oscuridad, a que llegue su hijo. En ocasiones, cree escuchar sus llantos de bebé, y se apresura a abrazarlo. En otras, huele su perfume, incluso escucha sus pasos, y aguarda, en vano, a que le cuente cómo le fue en la Facultad. Sólo en una ocasión le pareció ver a su hijo y a sus nietos, pero éstos se envanecieron como fuegos fatuos. Y entonces llora, con sus ojos secos por los años, y se arropa con el manto de la amnesia, deseando que al alba se disipe esa neblina densa, perenne, que llega en las noches. En sueños sigue esperando a que él la salude, dándole un beso largo y cercano. Al otro lado de la ciudad, el hijo extraña a su madre, a aquella a la que no puede besar porque no lo reconoce. Lo intentó una vez, y ella lo apartó como se aparta a un extraño. Cuando le asalta ese recuerdo, él se arrepiente de no haberle dicho a su madre más veces cuánto la quería. 

El otro día un hombre golpeó la puerta. Cuando la abrí, se me quedó mirando, y sabía que me sonreía, a pesar de que no podía ver su boca. Era un hombre alto, con barba, con ojos penetrantes. No sé si me confundió con alguien, pero se acercó y quiso darme un beso. ¡Claro que me asusté! Yo me alejé, y fue entonces cuando vi que esos ojos, grandísimos, se le comenzaron a llenar de lágrimas. Se disculpó, con palabras que no recuerdo; me pidió perdón y se fue. Lo vi hasta que salió: caminaba rápido, con la cabeza hacia el suelo, como si cargara una inmensa pena. Cerré la puerta y lloré por él. Pobre hombre, tan extraviado. Pobre hombre. Nunca lo había visto, pero se me hizo familiar. 

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Edición: Ana Ordaz 


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