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No soy nadie, y lo he sido todo

Gracias a esos mundos que encontré por azar, en dulces naufragios en librerías
Foto: Juan Manuel Valdivia

He sido Aureliano Buendía: combatí en treinta y dos guerras y las perdí todas, y engendré diecisiete bastardos, con diecisiete mujeres; tracé a mi alrededor un círculo con tiza, para mantener a todos alejados, y me refugié en la casa de mis padres, fundadores en Macondo, donde fundí monedas e hice nadar pescados de oro. 

He sido Arturo Belano, fui Ulises Lima, y recorrí el limbo del desierto para encontrar a Cesárea Tinajero y me develara los secretos del mundo, con la artillería de sus versos. He sido Zavalita, deambulando por la arenosa Lima, rumiando esa pregunta que carcomía entrañas: en qué momento se jodió el Perú, en qué momento se jodió México. 

He sido Lituma, sumido en la obscuridad que dejó a su paso Sendero Luminoso en Los Andes, un rastro de sangre sobre la nieve. He sido Horacio Oliveira, que sin buscarla, a cada paso por París, en cada esquina encontré a Lucía, la Maga. He sido Paul Atreides, y cabalgué un gusano de arena. He sido Charlie Marlow, y remonté las tinieblas del río Congo para encontrar a Kurtz, y aterrarme del mundo y del hombre. He sido Gulliver, y oriné sobre una iglesia ardiendo, y fui vitoreado por hombrecitos, que me dieron vacas, igual de chiquitas que ellos, para comer; lo hice de un bocado. 

Fui Bukowski, y me embriagué hasta escribir versos tan filosos como dagas, tan suaves como pétalos; firmé elegías a gatos y le acaricié la pierna a una intelectual francesa en un programa en vivo, del que me sacaron después de que amenacé con un sacacorchos al presentador. He sido Blimunda, y pude ver el interior de las cosas en ayunas: la estructura de un edificio, y los músculos, los huesos, la mierda de los hombres, con excepción de Baltasar, mi compañero manco; a él, sólo a él, nunca lo vi hasta comer antes un mendrugo de pan. Y, también, fui Baltasar, y con el gancho con el que sustituí la mano que perdí en la guerra de un rey que nunca conocí construí con mi amada Blimunda la passarola con la que el jesuita Lourenço de Gusmão surcó los cielos para desaparecer. 

Ya por ahí, he sido también Fernando Pessoa, y he sido Alberto Caerio, y fui Alexander Search, y he sido Álvaro de Campos, y he sido Bernado Soares, y he sido Ricardo Reis. Fui Ulises, y deseé que mi regreso a Itaca fuera largo, lleno de aventuras, lleno de experiencias; no le temí a los lestrigones ni a los cíclopes, ni al colérico Poseidón, tonteé con sirenas, con Circe y con Calipso, comí lotos hasta quedar pálido, y maté a todos los pretendientes de Penélope. 

Fui, también, Leopold Bloom, y el 16 de junio de 1904 recorrí Dublín en una enmarañada odisea que aún hoy asombra y se repite cada año, y fui Molly Bloom, y con un monólogo le enseñé a varias generaciones de escritoras y escritores el camino a seguir. También fui a Comala, a conocer a un tal Pedro Páramo, mi padre. E igual seguí los pasos de López, en ese planeta tan familiar, tan parecido al nuestro de la galaxia Ibargüengoitia. 

He sido Guillermo de Baskerville, y resolví el secreto del manuscrito perdido de Aristóteles, que mataba a quienes lo leían, con lasciva, y en ese mismo instante igual fui Adso de Merk, y narré, ya anciano, los terribles acontecimientos que viví con mi maestro franciscano. He sido un ladrón de orquídeas, he sufrido la conjura de los necios y he quedado ciego, en una ceguera blanca, espesa, como la leche. 

Me ha poseído el demonio, he construido catedrales y luchado en la guerra del fin del mundo, en el sermón brasileño. He cabalgado un jamelgo, rocín según yo, en ese lugar de La Mancha cuyo nombre no quiero recordar. He sido Funes, y lo recuerdo aún todo, he sido Ahab, persiguiendo mis pesadillas en forma de ballena blanca, y he sido Ismael, y sobreviví a la ira de las pesadillas de Ahab. 

No soy nadie, y lo he sido todo, y eso gracias a que esos mundos los encontré por azar, en dulces naufragios en librerías y bibliotecas y a las apasionadas recomendaciones de maestros como Jorge May y Pilar Cambra, que a ambos lados del Atlántico suplieron el algoritmo que hoy limita mis lecturas y mis vidas. 

Si no hubiera buceado en los estantes de libros, buscando los boletos de viajes a otros mundos, y si Jorge o Pilar no me hubieran contagiado de esa gentil enfermedad, la bibliofilia, sólo hubiera vivido una vida, sólo una, esperando que el motor de búsqueda decidiera por mí. No soy nadie, y lo he sido todo. 

Google no me define, Amazon no me gobierna. Muera el algoritmo, viva el caos, incluso en las lecturas. 
 

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Edición: Estefanía Cardeña


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