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Sostiene Cicero

La palabra obituario terminó por desplazar a los poco elegantes “avisos fúnebres”
Foto: Rodrigo Díaz Guzmán

Le dan mala espina —ve de reojo, con aprehensión y reserva —a las personas que hablan de sí mismas en tercera persona en singular, práctica que inauguró Julio César en La guerra de las Galias. Le dan escozor porque lo considera un exceso de vanidad, un alarde de megalomanía; everest de fatuidad, maracaná de soberbia. No le pasa lo mismo con las que hablan de sí mismas en tercera persona en plural; a ellas las considera poseídas por alguna locura, presas de algún demonio: llámame legión…. Sin embargo, él tenía que titular así estas líneas, en referencia a Sostiene Pereira, de Antonio Tabucchi. En esta novelita se revela, ante los ojos del lector, la sutil importancia de los obituarios, tan capaces de hacer temblar dictaduras como los claveles. 

La palabra obituario proviene del nombre que se le daba a los libros parroquiales en que se anotan las partidas de defunción y de entierro. El término reencarnó y así se bautizaron a las secciones necrológicas de los periódicos —desplazó a los poco elegantes “Avisos fúnebres”, que se publicaron, a inicios del siglo pasado, en varias publicaciones, incluso en Yucatán. En México y en Venezuela, se llama también obituario a los perfiles de las personas que mueren que aparecen publicadas en los diarios. Son, por así decirlo, los hermanos informativos de las esquelas, espacios en los que se anuncia la muerte de alguien, o se transmiten las condolencias por ese fallecimiento. 

Sostiene —podría ser Pereira, Osorio o incluso Cicero— que no hay nada más injusto que un perfil necrológico; lo sabe por experiencia: ha escrito cientos de ellos, tanto de personas a las que nunca conoció como de hombres y mujeres muy cercanos a él, a los que incluso amó y aún extraña. Aprendiz en la sala de redacción, tardó tiempo en comprender las gráciles formas de un obituario, mariposa efímera de papel, colibrí de almidón. Lo primero, y más fácil, fue domar el tiempo: en unos casos, la muerte fue repentina; en otros, la agonía, breve o larga. Dependiendo de la persona, la llevó con “cristiana resignación”. 

Estos inicios, implícitamente, remiten a un suicidio o un accidente, una dolencia fulminante, como un infarto, o a una enfermedad que arranca la vida con la paciencia de una araña. Establecer cómo sobrellevó esta conquista silenciosa y atroz sólo está reservado a personajes muy específicos, por lo general amistades de quien paga la tinta y el papel. El epítome del clasismo en la escritura de estas piezas periodísticas en Yucatán se alcanza cuando se ordena nombrar a la muerta o el muerto como dama o caballero, y, si era mayor, como “tronco de estimada, antigua familia”.

Posteriormente, se incluyen en el último perfil a los deudos, comenzando por padres, cónyuge, hijos y hermanos y hermanos políticos, siempre, invariablemente en ese orden. Cuándo nació y cuándo se casó, así como sus logros profesionales —es indispensable hacer mención de sus estudios en el extranjero— y sus actividades altruistas. Esta información es el tuétano del obituario, y se enriquece si la muerta o el muerto protagonizaron, en su oportunidad, algún suceso positivo en las páginas del periódico en el que saldrá publicado el perfil. El obituario de algún “tronco de estimada, antigua familia”, por lo general, va acompañado por una o varias fotografías, en diversas etapas de su vida. 

La información se continúa señalando dónde y cuándo será el velorio, así como las misas por el descanso del alma de la persona que protagoniza la necrológica, a fin de que los interesados puedan darle el pésame a la viuda o al viudo, o a sus huérfanos. Hay celebraciones de cuerpo presente o de cenizas, y también hay misas posteriores, que después se van espaciando en el tiempo. Por lo general, se ofician en una misma iglesia. Es en esta parte del obituario cuando se hace un recuento de los familiares que le sobreviven al fallecido, quienes, se señala, “están recibiendo condolencias”. Y, aquí, como epílogo, el redactor de obituarios recibe la orden de incluir —o no— la frase “a las que asociamos cordialmente las nuestras”.

Todo lo anterior son indicaciones de un manual empolvado de un periodismo al que, muy pronto, le tocará escribir su propio obituario. Un manual muy parecido al que le dieron al autor de estas líneas el primer día el que pisó una redacción, y que contenía un anexo de palabras prohibidas, como envergaduraúsese distancia entre el extremo de un ala al de la otra ala— o miembroempléese integrante o participante—, ambas “por sus fuertes e innegables connotaciones sexuales”. Sin embargo, el oficio está cambiando: hace unos meses, cuando en Estados Unidos se alcanzó la cifra de cien mil muertos por coronavirus, los casposos obituarios del siglo pasado que se publicaban en The New York Times fueron reducidos a un nombre, su edad, nombre del cónyuge y sus hijos, y lo que más le gustaba en vida. 

“Antonio, 45 años. Miembro de una cofradía secreta de bebedores de vino y de ornitólogos que miden envergaduras de aves negras, en específico cuervos y estorninos”. 

Puede que en la forma esté el fondo, y habrá viudas y viudos, huérfanos y amigos a los que les consuele leer que su pérdida era un caballero o una dama, que pertenecía a una antigua familiar. Puede que, incluso, agradecieran las condolencias del medio. Puede ser, y sólo por eso tal vez es necesario que esas reliquias permanezcan. El que sostiene esto hace mucho desechó lo aprendido en sus años (de) mozo(s), sobre todo en los obituarios que escribió a las personas que amaba. A ellas, sólo les dedicó unas cuantas palabras: “Te quise mucho y siempre estarás conmigo”. 

Él mismo, en el mes del testamento que acaba de fenecer, escribió con su puño y letra —última voluntad ológrafa— lo siguiente: “Yo, cuando muera, no quiero ser juzgado por un oscuro redactor ni por el dueño de un medio. Que mi esquela consigne mi viajé al Valhalla y que se lleven mis cenizas a, falta de un pub macarra, a una cantina patibularia. Ahí, que mis deudos inviten una ronda mientras suena Mr. Brightside.


 

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Edición: Estefanía Cardeña


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