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El inevitable destino del vaivén

El autobús olía a café y a pan, a acondicionador y jabón; a sudor de noche y de nervios
Foto: Enrique Osorno

Aún no había aparecido el sol cuando salió de casa; se dio cuenta cuando una luciérnaga se coló en el autobús que, a pesar de la hora, estaba casi lleno. Rostros recién despiertos, escondidos en mascarillas multicolores, como zona agreste. Encima de los tonos estridentes, ojos opacos luchaban contra el sueño, como los de la mujer triste con un cubrebocas con una sonrisa. La mayoría se refugiaba en las pantallas de sus celulares, portales luminosos a otras galaxias, tal vez más amables, de seguro menos oscuros que esta madrugada de miércoles. La noche anterior, hace pocas horas apenas, él había discutido con su esposa; fue una de esas peleas que florecen en lo cotidiano, pero en el fondo él la había percibido distinta: estaba dispuesto que sería ya la última.

Una voz femenina, que poco a poco se le iba haciendo más familiar, anunció la siguiente parada. Varias personas bajaron, y un número similar ocupó los asientos que dejaron vacíos; tibios nidos ya, que arropaban y transportaban. El ronroneo del motor y la calidez de los primeros rayos de sol lo arrullaron por unos minutos, y cayó en breve, intenso sueño, que ni el más feroz de los baches pudo espantar. En pocos kilómetros revivió momentos felices, guardados desde hace años en cajones escondidos de su memoria. El autobús seguía su ruta; los pasajeros bajaban y subían. Ya el día había despuntado, y despertó cuando el sol le abofeteó el rostro, aún saboreando los recuerdos que le regaló ese pestañeo.

Una mujer, dos asientos más adelante, hablaba por teléfono con su madre, poniéndose de acuerdo para la posada que harían esta semana. “Yo llevo el sandwichón”, prometía, “y los refrescos; tú te encargas de los juegos y los rezos”. El hombre sentado a su lado leía un tabloide, deteniéndose en la sección policíaca, sufriendo el atroz destino que les deparaba a los Tauro. Al fondo, una pareja de jóvenes se abrazaba y se susurraba al oído; él le decía te amo, y ella le preguntaba cuánto. Su arrumaco, que duró varias paradas de la ruta, se limitó a eso. Horas más tarde descubrirían que el joven había inaugurado la nueva unidad con un tajante: “Te amo un chingo”.

El autobús olía a café y a pan, a acondicionador y jabón; a sudor de noche y de nervios. Y aún olía a nuevo. El vehículo estaba lleno de certezas; ahí el único que dudaba era él. Cosa rara, pensaba, ya que cuando despertó sabía perfectamente qué iba a hacer. Acarició con la mirada la periferia de la ciudad en la que vivía y en la que trabajaba, viendo cómo ésta se abría paso y crecía más allá del cinturón histórico que ahora recorría. Mérida se está transformando, pensó. Como yo, como ella. Llevaban ya años juntos, y juntos habían le habían dado forma a una vida; alfareros moldeando anhelos, como si fuera un tazón. Tenían tres hijos, aún pequeños, y su suegro había fallecido unos meses atrás, por coronavirus. Desde entonces, su esposa ya no era la misma.

Los problemas, antes aislados, se intensificaron; los susurros se convirtieron en alaridos, la gran mayoría originados por causas económicas: ella era hija única, y tuvieron que costear la enfermedad y muerte del padre; eso los había dejado en una situación muy difícil. Los pleitos se convirtieron en cosa de todos los días; las chispas que los originaban eran, por lo general, pequeñas, casi proporcionalmente inversas a los incendios que causaban: la casa estaba en llamas, y él ya estaba harto. Y ella también. En la noche anterior, había decidido dejar su casa y terminar con la relación. Y con eso en mente había esperado, protegido del sereno y los remordimientos en el paradero que estaba a pocos metros de su casa. Salió sin hacer ruido, evitando miradas y reproches. Abandonó el hogar como un ladrón, llevándose el futuro que alguna vez juntos planearon con esperanza y alegría. Ese futuro, reflexionó al cerrar con cuidado la puerta, ya no existe.

Repasaba todos los argumentos que lo habían orillado a tomar esta decisión mientras veía pasar su vida por la ruta de autobús. En esta colonia la había conocido, en una fiesta de un amigo común; recordaba que cuando la vio sonaba ‘No voy en tren’. En ese fraccionamiento tuvo él su primer trabajo, antes de que nacieran sus hijos. “Aquí vivió mi suegro”, dijo en voz alta, sorprendiendo a la mujer que estaba sentada junto a él, con un ramillete de bolsas de compra. En la iglesia de este rumbo se casamos: “Fue el día más feliz de mi vida”. En el parque de esta colonia le enseñó a su hijo mayor a montar bicicleta.

Perdido en el laberinto de esos recuerdos, se dio cuenta que prefería estar perdido en ese presente de calles zigzagueantes que tener un futuro con un camino nítido, recto, “sin ella”. Pensaba eso cuando se anunció la siguiente parada: era la misma en la que había abordado el autobús en la madrugada: Porvenir; sin darse cuenta, había abrazado la ciudad, y su corazón dio un vuelco. Se bajó ahí y se fue dando pasos firmes y resueltos a su casa. Abrió la puerta, y la vio, recogiendo el desastre dejado por el terremoto de los niños. Ella se sorprendió al verlo, pero casi dio un brinco de emoción cuando él se le acercó y la besó en los labios.

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Lee, del mismo autor: El club de los poetas muertos y vivos

 

Edición: Laura Espejo


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