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Entre el hogar y el firmamento

Muchos años después de su partida, conecto con las plantas como tal vez lo hacía ella, con afecto familiar
Foto: Rodrigo Díaz Guzmán

Rulo Zetaka

“El trabajo de jardinería es una meditación silenciosa, un demorarme en el silencio.” Byung-Chul Han

L a casa era fría, la luz de la madrugada apenas se colaba por el frente de ella pues su orientación orienteponiente no ayudaba ya que las ventanas estaban antecedidas hacia el sol por una terraza que servía de recibidor. Las luces siempre huían de algunos rincones y el sol no solía dotar de brillantez a los muebles de oscuras maderas.

La casa de mi abuela no era un portento de diseño arquitectónico, pero ella combatía la humedad que se agolpaba en los rincones con una calidez que brotaba de la cocina y abriendo la puerta de vez en vez muy temprano para que el sol nazca adentro del hogar al despuntar el alba. Cuando entrábamos siempre había que pasar hasta la cocina, al final del galerón que servía como estructura principal, donde un niño aún pequeño como el que yo era disfrutaba de la extensión de poco más de un metro de ancho que tenía el escalón de acceso al lugar que habita el fuego. Ahí medía mi crecimiento según como me iba acomodando, al principio cupe acostado, después sentado con las piernas extendidas y a últimas ya ni daba, pero era el asiento más cómodo para mí de toda la casa pues las sillas aún me quedaban grandes, de herrería y cojines duros, por lo que regresaba invariablemente a la escalera de un sólo escalón.

Esa mañana era diferente, aún no despuntaba el alba y mi abuela se veía apacible, casi etérea, no estaba la tele que traqueteaba al girar la perilla para escoger entre uno de los 13 canales a los que podrías acceder, la mesa que habitaba su máquina de coser aparentaba estar inusitadamente ordenada y el congelador de su refrigerador no olía a carne de res. Parecía haber desterrado algunas minucias y dejado solamente lo importante.

Sonreía con un poco de tristeza, estaba preocupada porque yo llevara mucho tiempo sin comer bien mientras la olla humeaba en la estufa, me senté frente a ella y la miré desde el otro lado de la mesa, nos congregaba un tema medular y de suma importancia, pero antes de abordarlo tenía que darme de comer. Ocupando el asiento que usualmente era de mi abuelo, que no se encontraba ahí, me sentí un niño de nuevo, veía sus manos grandes un poco torcidas y un par de anillos adornando una de las manos, tomó el cuenco con ambas manos por debajo, sin temor a quemarse y lo colocó sobre la mesa ante mí. El ts’aapal de tortillas estaba envuelto en tela y me lo acercaba invitándome a comerlas.

Era un caldo como de esos que se hacían antes, condimentado, con muchos huesos en la olla y menudencias, pero con algunas verduras que le brindaban un color casi brillante, y sobre todo, era un caldo que alimentaba. Después de cada sorbo sentía cómo me revitalizaba diferentes partes del cuerpo, empezando por la panza, y ella iba sonriendo cada vez más, la invité a que me contara de qué iba el tema relevante mientras notábamos cómo se iluminaba el jardín que en ese momento estaba a mis espaldas.

La luz del sol brillaba un poco más ahora y ella me dijo que al terminar mi comida iba a contarme de su jardín. Emocionado le dije que yo tenía uno desde hace un poco de tiempo y que me encantaría saber sus secretos pues nunca lo había conocido, al menos no con esta mirada que tengo ahora que me permite nombrar las plantas y entenderlas mejor… me quedé a nada de citar a Kapuscinski y la importancia de poder nombrar al mundo cuando me di cuenta de mi curiosidad infantil y la emoción que habitaba mi corazón no lo permitirían pues no había libro que la pudiera nombrar.

Seguí comiendo en silencio, se abrió la puerta de la entrada principal y nos bañó el sol de las siete de la mañana que entraba oblicuo y radiante. La luz me cegó.

Al despertar me quedé pensando en que algo he aprendido de plantas desde que comencé con el jardín, las plantas en silencio van haciendo que brote en mi memoria alguna semilla que se quedó en la composta de mis afectos. Además de ser la primera gran promotora de lectura en mi vida, y darme a leer a escondidas algún libro que mis papás no hubieran aprobado en la adolescencia, muchos años después de su partida conecto con las plantas como tal vez lo hacía ella, con afecto familiar.

No recuerdo ninguna de las plantas que ella tenía, porque en ese momento no sabía sus nombres ni cómo se veían, pero recuerdo con mucho cariño el muro de doble alto color verde y enredado del que una trepadora hacía su casa. Mirando hacia el cielo para sobrepasar el límite del muro observo en mi memoria cómo se empata con el cielo y pienso que aún hay entramados recuerdos que se cuelgan de lo que pueden para arrancarle un pedacito al cemento y acercarse al firmamento que ahora observo desde acá abajo confiando en que algún día regresar a esa casa para compartir miradas y secretos que sólo sus plantas y ella saben.

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Edición: Ana Ordaz 


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