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La Comisión Europea dio a conocer un plan para etiquetar como energías verdes las generadas por centrales nucleares y por gas natural, con lo que las inversiones en esas tecnologías podrán ser consideradas “sostenibles”. Es razonable suponer que el proyecto desencadenará un conflicto entre Alemania y sus socios del viejo continente, habida cuenta que Berlín decidió renunciar a las plantas nucleares tras la catástrofe que tuvo lugar en un generador de ese tipo en Fukushima, Japón, en 2011.

Ciertamente, el bloque europeo es y ha sido uno de los principales impulsores de la lucha contra el cambio climático, un promotor de las llamadas “energías verdes” (particularmente, la eólica y la fotovoltaica) y una de las regiones del mundo pioneras en el desarrollo de una conciencia ecológica global. Pero, paradójicamente, los países que integran la Unión Europea (UE) constituyen en conjunto la tercera fuente de emisiones de gases de efecto invernadero (GEI, y en particular, dióxido de carbono, CO2) en el mundo, después de China y Estados Unidos. Por separado, algunos de sus estados miembros, como Luxemburgo, Estonia, República Checa y Holanda, tienen emisiones de GEI superiores a las de China e India, en tanto que Alemania es, por sí misma, el séptimo contaminador atmosférico del planeta.

Así, mientras la UE ejerce una permanente presión diplomática y discursiva contra el impacto ambiental de economías en crecimiento, como la mexicana, la brasileña, la india o la sudafricana, mantiene –en su propio territorio o en otras naciones, por medio de sus empresas– actividades altamente contaminantes. Todo ello, sin considerar el impacto histórico que el desarrollo industrial de Europa ha tenido en el entorno planetario y en el clima global.

Lo cierto es que ni los miembros de la Unión Europea ni ningún otro país han logrado encontrar la clave para romper con la dependencia de los combustibles fósiles y lograr una transición rápida y sostenida a tecnologías menos contaminantes, ni han conseguido resolver el principal problema de la eólica y la fotovoltaica, que es la intermitencia: los generadores basados en ellas dejan de producir energía en ausencia de sol o de viento, lo que obliga a complementarlos con costosos sistemas de respaldo (es decir, generadores tradicionales que funcionan con carbón, combustóleo o diésel) o bien con equipos de almacenamiento masivo (básicamente, baterías) que hacen inviable su utilización a gran escala.

De la más reciente propuesta de la Comisión Europea, cabe señalar que no deja de tener un componente de simulación y de hipocresía, por cuanto las centrales que funcionan con gas (a las que se denomina de ciclo combinado) son sin duda menos contaminantes que aquellas que queman energéticos de manera tradicional, pero no por ello prescinden de combustibles fósiles. Por lo que hace a las plantas nucleares, es cierto que poseen un muy alto grado de confiabilidad y estabilidad y que pueden considerarse limpias en el corto plazo, pero acaban produciendo desechos de muy alta peligrosidad cuyo manejo a largo plazo resulta peligroso y caro.

Debe reconocerse, en suma, que ninguna nación y ningún bloque de países tiene la respuesta ante la urgencia de la transición energética, que aún hay muchas soluciones por desarrollar (como la geotérmica y la mareomotriz) y que en tales circunstancias sería pertinente asumir actitudes más orientadas a la cooperación y al intercambio de experiencias y menos impositivas y arrogantes que las sostenidas hasta ahora por la Unión Europea.

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Edición: Emilio Gómez


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