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En su primera conferencia matutina de este año el presidente Andrés Manuel López Obrador reveló que en los últimos días del gobierno de Donald Trump envió al ex mandatario un escrito en el que le pidió que el informador australiano Julian Assange fuera exonerado de los cargos que fabricó en su contra la justicia de Estados Unidos y reiteró el ofrecimiento de su gobierno de brindarle asilo; también, consideró que Washington “debe actuar con humanismo" ante el hecho de que “Assange está enfermo y sería una muestra de solidaridad prestarle asilo en el país en el que él decidiera vivir”.

El fundador de Wikileaks permanece detenido en una prisión londinense a la espera de que la Corte Suprema del Reino Unido decida sobre una apelación de la defensa para impedir su extradición a Estados Unidos, donde enfrentaría 18 cargos que podrían traducirse en una condena de 175 años de cárcel y donde, según sus abogados, podría ser sometido a condiciones carcelarias que su quebrantada salud no podría resistir.

 

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Aunque en el tramo actual del proceso los alegatos se han centrado en las condiciones en las que Assange tendría que enfrentar el encarcelamiento y en otros aspectos humanitarios, el fondo del juicio es de naturaleza distinta: a diferencia de lo que pretende hacer creer el gobierno de la superpotencia, el informador procesado no es ni un espía ni un ciberdelincuente, sino un individuo que decidió sacar a la luz los secretos más sórdidos de diversos gobiernos con información obtenida mediante filtraciones digitales.

Así, en 2010 Wikileaks dio a conocer al mundo documentos que probaban la comisión de crímenes de lesa humanidad por las fuerzas estadunidenses y de sus aliados en las guerras de Afganistán y de Irak. Al año siguiente, el activista, quien ha recibido numerosas distinciones por su trabajo en favor de la verdad, entregó a varios medios informativos del mundo –entre ellos La Jornada– los llamados “cables del Departamento de Estado” que permitieron conocer las inescrupulosas e injerencistas prácticas diplomáticas de Washington en diversos países.

En la elaboración periodística de ese material, este diario dio a conocer, por ejemplo, informes del ex embajador estadunidense Tony Garza en los que se jactó de desempeñar un papel central en la consolidación de Felipe Calderón en la Presidencia, o un despacho que documenta la oferta formulada por el entonces secretario de Seguridad Pública, Genaro García Luna, al ex secretario de Seguridad Interior del país vecino, Michael Chertoff, de brindarle “pleno acceso” a toda la información de la inteligencia mexicana. En numerosas naciones fue posible conocer hechos igualmente impactantes sobre el grado de involucramiento de funcionarios de Washington en sus asuntos internos y sobre los extremos de supeditación a los que llegaron sus autoridades nacionales.

Es claro, pues, que el afán del gobierno de Estados Unidos de perseguir a Assange no responde a un celo de combatir delitos comunes sino a un designio de venganza por el descrédito que sus instituciones experimentaron debido a las revelaciones de Wikileaks, así como al propósito de dar un escarmiento como advertencia a periodistas que pretendan dar a conocer lo que el poder estadunidense esconde en sus sótanos.

Pero, más allá de esas consideraciones, es cierto que, tras más de una década de persecución judicial, siete años de estar refugiado en la embajada de Ecuador en Londres, casi tres de cárcel en la prisión de alta seguridad de Belmarsh y la amenaza latente de la extradición a Estados Unidos, Julian Assange enfrenta una circunstancia en extremo peligrosa para su salud y su vida, y el ofrecimiento de refugio por el gobierno mexicano resulta más que pertinente: no sólo se trata de solidarizarse con un informador injustamente perseguido por la mayor potencia del planeta sino también de ejercer una de las más nobles y edificantes tradiciones de la política exterior mexicana.

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Edición: Ana Ordaz 


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