El gusto especial que destilan las narraciones populares puede disfrutarse tanto en su expresión oral como en sus versiones escritas, aunque en estas últimas pierdan algo de su sabor original y de la espontaneidad que las caracteriza. Sin embargo, a veces se hace necesario registrarlas en soportes duraderos que además permitan compartirlas con un público amplio, capaz de apreciar sus valores intrínsecos.
El señor Juan Moguel Pech fue un hombre de campo nacido en Tekantó, Yucatán; durante muchos años trabajó como velador de una carpintería, hizo labores diversas en algunas casas familiares y pasó sus últimos días en un albergue para ancianos. Sostener una conversación con él equivalía a incursionar en las regiones floridas del saber colectivo, de la historia vernácula y de las anécdotas siempre frescas.
En 1969 residió durante seis meses en Felipe Carrillo Puerto, Quintana Roo. Fue el mismo año en que murió el renombrado general Francisco May Pech quien, según le informaron algunos vecinos del lugar, recibía 300 pesos mensuales del gobierno federal. Este dirigente maya alcanzó una edad centenaria, tal como afirma su biógrafo Felipe Nery Ávila Zapata.
En Carrillo Puerto conoció al padre Walter, misionero estadunidense que formaba parte de la congregación Maryknoll Fathers, que logró una presencia importante en dicha zona. Este sacerdote tuvo como antecesor a un cura que mató a su sacristán durante una cacería después de confundirlo con un venado, cuando ambos se internaron en un monte que, de acuerdo con la expresión de los habitantes del pueblo, “estaba echado a perder”, lo cual significa que los tiradores veían a las personas con apariencia de animales, y por eso eran frecuentes esos hechos lamentables.
En una ocasión, el padre Walter acudió a dar las exequias a un difunto del poblado de Chunhuas. Se retiró de ahí al finalizar la misa porque de inmediato seguía la ceremonia del cuch-kebán (“acompañar el pecado”), que consiste en lavarle la cara al muerto y depositar el agua así usada en unas jícaras pequeñas para dársela a beber a los concurrentes, con el propósito de simbolizar que lo acompañan en la expiación de sus culpas. Se trata de la misma costumbre que Felipe Pérez Alcalá refiere en una crónica fechada en 1876, la califica de supersticiosa y la llama bo-kebán (“purificación o lavado de pecados”) que, como puede observarse, persistió en algunas partes de la península.
En una de sus caminatas, don Juan Moguel encontró a un anciano que se ocupaba en “romper laja” (trabajar) y se detuvo a conversar con él en lengua maya. Su interlocutor le contó muchas cosas, por ejemplo cómo durante la Guerra de Castas los perros y los gallos fueron operados para que no ladraran ni cantaran, evitando de ese modo que delatasen la presencia de los mayas rebeldes.
Otro recuerdo que don Juan mantuvo vivo fue el de su visita a Polyuc donde pudo conocer lo que llamó “piel de tigre”, útil para hacer tambores cuyo sonido era posible escuchar en la lejanía. El número de golpes emitidos indicaba ciertos acontecimientos, como la clase de gente que llegaba a las comunidades y las intenciones que traían los forasteros, entre otros.
Además de brindar su amistad sincera, don Juan se condujo como informante que, haciendo gala de una memoria privilegiada, transmitía con amenidad y soltura trozos de una experiencia larga y fructífera.
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