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Escuelas construidas con ladrillos y sueños

¿Seremos capaces de evitar que nuestros niños hereden sólo la tristeza de esta tierra?
Foto: workshop.edu.mx

Niños con miedo, en lánguidos refugios que poco o nada los protegían de los peligros del exterior. Niños sin padres, caminando por las vías de una vida que se veía tortuosa. Niños sin otros niños, sin mariposas en el estómago, que olvidaron el dulce ardor de una rodilla raspada durante una reta de fut, sin rayuelas. Niños sin sol, solos escondidos en la oscuridad del miedo. Eso fue lo que se encontró Loris Malaguzzi al regresar de la guerra. 

Antes de ser llamado a combate, Loris era maestro: fue del salón al frente de batalla. Sorteó obuses y granadas, respiró gas mostaza, pero regresó de una pieza. Cuando llegó a su pueblo todo estaba destruido, todo: de la escuela donde daba clase no quedaba piedra sobre piedra. En las ruinas aún humeantes merodeaban niños, escarbando entre los escombros a ver si ahí encontraban su valor, a sus padres, sus amigos… a su futuro. 

A Loris y a su generación la guerra les arrebató las esperanzas, pero él no quiso negarles la oportunidad a los niños de levantarse y construir su propio porvenir. Fue así como movilizó a los exhaustos padres para construir, desde los cimientos, la escuela con la que las bombas se ensañaron. Hombres y mujeres que aún soñaban con el olor a pólvora levantaron lo que sería un nuevo mundo. No para ellos, sino para los que se habían quedado atrás.

“Queríamos edificar un tipo de escuela laboratorio, sólo con espacios equivalentes a un atelier”, recordó años después Loris. “Una escuela nueva, diferente, con áreas en las que las manos de los niños fueran las protagonistas, explorando todo a su alrededor. Esa era la idea, una escuela sin posibilidades de aburrimiento. Mente y manos comprometidas una con otra, con una gran libertad de acción”.

Estos sueños y su materialización los conoció Caty Franco Díaz de boca del mismo Loris, quien se los narró con todo detalle, con la misma emoción de un niño en un taller, y que a su vez Caty nos la comparte en el libro El reto de la educación progresiva actual, clarificador manual, valientes memorias que nos confirman que la educación es el mejor legado que los padres podemos brindar a nuestros hijos. En sus primeros años de vida, Caty fue educada en casa, y en esa tierra fértil de la infancia se le sembró la idea que años después germinaría y florecería en lo que hoy es The Workshop. 

En la presentación del libro, la autora revela el génesis de su vida y obra: “Una noche se me ocurrió hacer una escuela, y ese pensamiento, tal como lo concebí, me ha llevado a un recorrido de 30 años, durante los cuales me he enfrentado a todo tipo de experiencias, todo por alcanzar aquello que imaginé esa noche”. La epifanía cobró forma luego de un largo recorrido, escuchando vivencias y andanzas con el mismo entusiasmo con el que un gambusino recolecta oro. 

De México a Italia. De Italia a Estados Unidos. De Estados Unidos a Cuba… Y la lista continúa. “Hasta hoy sigo asistiendo a múltiples congresos para escuchar a los expertos en el área”. Igual, señala, la invitan a compartir sus experiencias e ideas propias. Y es que Caty no sólo asimiló las corrientes de pedagogía más innovadoras de hoy día, sino que las adaptó para su escuela. De Malaguzzi, “me identifico plenamente con su historia y principios porque concretar y realizar los sueños no es tarea sencilla: es un largo viaje que nos llena de miedos…, es un compromiso con uno mismo. Es caer y levantarse hasta llegar a la meta que ha sido trazada”. 

Y vaya que Caty se cayó. Una y otra vez, según narra en El reto de la educación progresiva actual. Pero siempre, recuerda, tuvo fuerzas para levantarse y seguir construyendo la idea que le quitó el sueño hace tres décadas. “Desde que escuché a Malaguzzi narrar cómo todo es posible cuando se está convencido… Las fuerzas salen directo del interior, así como la convicción misma que aquello que se está creando no se quedará en meros pensamientos o en un papel escrito para siempre”.

La idea que le sigue robando las noches —y los días— a Caty es un proceso educativo “en el que impere la comunicación, el saber escuchar y empatizar con los sentimientos de los otros”, en el que maestros, niños y padres “sean pacientes y acepten la diversidad física, económica, de pensamiento y cultural”. Una educación que siembre la semilla de la curiosidad, del autoconocimiento y de la independencia; un aprendizaje colaborativo que destierre el maniqueísmo de perdedores y ganadores. 

¿El objetivo?: “Lograr jóvenes sanos, respetuosos, orgullosos de identidad social y cultural para convivir en un mejor país, el cual será dirigido en el futuro por ellos mismos”. Ese es el motivo del insomnio de Caty, y lo explica de manera clara y puntual en su libro, que no sólo es la narración de cómo erigió su escuela única sino que también se adentra en el proceso de la construcción de su modelo educativo. La lectura de El reto de la educación progresiva actual cumple a cabalidad su objetivo, trazado por la autora de manera textual: “Animar a hacer cambios, a tomar riesgos y a llevar a cabo cualquier riesgo de la vida propuesto”. Ojalá muchos se animan y lean el libro, de 168 páginas, con las batallas, aciertos y errores de la fundadora de The Workshop.

Como señala Richard Gilby, director regional de Cambridge Assessment International Education, El reto de la educación progresiva actual es la historia personal de su autora, “pero igual contiene consejos prácticos, como en qué punto interrumpir el proceso de aprendizaje para hacerle una pregunta al alumno, y proyectos maravillosos; este libro contiene una base teórica sólida que explica en gran parte el éxito de The Workshop”.

Niños con miedo. Niños sin padres. Niños sin otros niños. Niños sin sol. Esto igual es lo que nosotros estamos viendo, aquí, ahora. ¿Seremos capaces de evitar que nuestros niños hereden sólo la tristeza de esta tierra o, como Loris y Caty, nos empeñaremos en construirles un mundo mejor, cimentado en la educación? Ambos han demostrado que la utopía no es inalcanzable. Loris descubrió nuevos caminos en el mundo de la pedagogía, y Caty dirige una de las escuelas más innovadoras del país. Los dos se cayeron, claro. Pero los dos igual se pusieron de nuevo de pie. Y al hacerlo, también levantaron a una generación de niños. 

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Edición: Estefanía Cardeña


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