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''Vendo ataúd de bebé, ya usado''

El matrimonio Ayala Peralta se ha despedido de su pequeño Tadeo dos veces
Foto: Juan Manuel Valdivia

Es tan brillante la luz del quirófano que se puede ver incluso cómo la sangre recorre sus venas; un delta de ríos de rubí arponeado por catéteres, cráteres en la piel y el alma. Las cintas adhesivas que clausuran sus párpados provocan que el reciente mundo se pinte únicamente de cálido rojo; un universo carmesí. Ese color, el frío del metal en el que yace y el susurro del bisturí son ya experiencias comunes de su breve paso en el mundo; son su día a día. Su canción de cuna es el desesperante y monótono cacareo de los monitores que lo sitian. No sabe lo que es dormir, sólo estar entumido de sedantes. Este recién nacido conoce más de lo que es el dolor que muchos hombres y mujeres adultos; lo ha visto a los ojos, lo ha sentido crecer en sus entrañas.

Tadeo Ayala Peralta muere cuando apenas nace el año: el 5 de enero; sólo tiene tres meses. Vive lo que una libélula, luchando cada segundo en su efímero paso. Su madre lo alumbra el 4 de octubre en el hospital pediátrico de Iztacalco, en la capital; da a luz a una pequeña llama, lánguida de complicaciones intestinales que obligan a los médicos a practicarle seis cirugías de abdomen. Pasa más tiempo en la plancha quirúrgica que en la cuna, y al final no resiste a la embestida del escalpelo: el fuego nunca se torna hoguera y sus padres lo entierran un día después de que se apaga, el 6 de enero, en el cementerio de Iztapalapa, al sur de la Ciudad de México. En esa triste epifanía, recibe a los Reyes Magos.

La paz de los sepulcros es aún más tangible en las noches. En el cementerio sólo se escucha a un perro, a lo lejos, que persigue con sus aullidos a una ambulancia desesperada. En la oscuridad, sobre las tumbas, bailan tímidos fuegos fatuos, llamitas azules que, en el pasado, se confundían con almas en pena. Una lámpara de mano recorre las cortinas de penumbras y se detiene en un nicho recién sellado; el cemento aún está húmedo, como las mejillas de la madre que, en casa, no deja de llorar, ni en sueños. En el interior del nicho hay un ataúd blanco, pequeñito, en el que yace el cuerpo de un bebé, más pequeñito aún. Los profanadores, con una ganzúa oxidada, desencajan las mandíbulas de la piedra, violan el vientre de madera de pino; sacan el diminuto cadáver, arropado con mantitas que lo mantienen caliente en la frialdad de la muerte. Lo meten a una bolsa negra, de esas que se usan para tirar basura. 

El 10 de enero, sólo cuatro días después de que fue enterrado el bebé Tadeo Ayala Peralta, su cuerpo aparece entre los vertederos de una prisión a 140 kilómetros de donde nació y murió, verbos con los que comienza y finaliza la vida. La noticia sólo sirve para alimentar el insaciable morbo de consumidores de información chatarra, zopilotes de tinta, carroñeros de pasquines; el hallazgo del cadáver no despierta la indignación de los mexicanos, en letargo desde hace años. Tampoco provoca reacción alguna de las autoridades, cada vez más hábiles en el sutil artilugio de tapar el sol con un dedo. Sólo a los padres de la bendición efímera les llama la atención la coincidencia, y acuden al basurero al que arrojaron al bebé.

Perros esqueléticos merodean el vertedero, husmeando restos para aplacar las lombrices que bailan en sus tripas. Nubes de moscas oscurecen el horizonte, en el que, sin embargo, se pueden divisar a hombres y mujeres. Ellos y ellas, desde que amanece, cosechan en sembradíos de desperdicios objetos que podrían tener algún valor todavía; gambusinos de mierda, pepenadores de ilusiones. Sobre ellos, buitres planean en perfectos círculos. Uno ve lo que parece la mano de un bebé; piensa que es un muñeco, pero le llama la atención la textura y el color de la extremidad. Con cuidado, desentierra el resto del cuerpo: quita bolsas de charritos, hace a un lado envases de plástico y latas de cerveza. Lo que ve le provoca arcadas. Llama a otros recolectores de olvido y les muestra el cadáver del bebé, abierto en tajo.

 

Lee: Detienen a 19 funcionarios del penal de Puebla por caso del bebé Tadeo

 

El 10 de enero, el cuerpo de Tadeo —entonces aún sin identificar— es localizado en un basurero del Centro de Readaptación Social (Cereso) de San Miguel, Puebla. Tiene una incisión en el abdomen y un brazalete del hospital que informa que ha fallecido hace sólo cinco días y sus apellidos: Ayala Peralta. Así se confirma el pellizco en el corazón de sus padres, quienes ya llegaron a reclamar el cadáver para sepultarlo, de nuevo. Tadeo, lleno de gracia: según versiones periodísticas, la incisión en el cuerpo del bebé puede tener como fin introducir droga en el penal, aunque no mencionan sus cirugías previas. Ante el silencio de las autoridades, la imaginación vuela con estridencia, dejando al arbitrio del morbo las teorías más escabrosas sobre el por qué alguien profana la tumba de un niño de tres meses y arroja después el cadáver a un basurero. 

Somos una tribu que no se preocupa por sus vivos, mucho menos por sus muertos, que encapsula la indignación en 140 caracteres; hombres y mujeres que vomitamos lo que tenemos dentro con una carita triste o enojada. Las autoridades, en lugar de dar certezas, atrincheradas repiten la fórmula que usan cuando no tienen respuestas: El caso de Tadeo es “fruto podrido de la descomposición social. Son hechos lamentables que no deberían suceder y tienen que ver con el pasado reciente. Eso nos dejó la política neoliberal”, se sostuvo el lunes en palacio nacional. Y al absurdo se encadena el silencio, ese que se vio interrumpido una noche entre el 6 y 9 de enero pasados. Por su parte, en Puebla, el gobernador afirmó que “va a aparecer mucha porquería y saldrán muchos implicados” tras ser cuestionado sobre el caso. Pocas horas antes el punto final de estas líneas, se anuncia una limpia en el chiquero de la policía y el penal de Puebla. 

La noche del 22 de enero los restos de Tadeo son trasladados de regreso a la Ciudad de México, donde se le volverán a dar sepultura. Tal vez ahora sí descanse en paz, en ese ataúd blanco abierto con ganzúa, y su única aventura sea brincar tumbas como fuego fatuo. Los que seguirán despertando, en las madrugadas, bañados de sudor y con el alma en vilo serán sus padres, con la incertidumbre de quién y por qué se robó el cadáver de su bebé. Enterrar a un hijo va contra las leyes de la naturaleza, ya que son los hijos los que deben enterrar a sus padres; el matrimonio Ayala Peralta se ha despedido ya de su pequeño Tadeo dos veces. 

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Sigue leyendo al autor: ''Vendo zapatos de bebé, sin usar''

 

Edición: Estefanía Cardeña


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