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''Vendo zapatos de bebé, sin usar''

Aquí el problema no son Samuel y Mariana, es una generación huérfana de empatía
Foto: Facebook Samuel García

Una joven pareja de Monterrey “adoptó” un fin de semana a un bebé de cinco meses con discapacidad… Del viernes al domingo pasados, el pequeño fue acogido en la casa de este matrimonio. Sus anfitriones exprés se encargaron de presumirlo en el universo paralelo de las redes sociales. “Gracias, Samuel, por seguirme mis locuras”, publicó Mariana, con una foto de ellos dos —él mostrando bíceps— con el niño. El efímero hogar del bebé contrasta con el sitio al que fue devuelto luego del fin de semana exótico de Samuel y Mariana. Cuando los likes y los compartidos redujeron el ritmo y comenzaron los cuestionamientos, el niño fue exiliado de nuevo al olvido del centro de atención a menores para procesos de adopción de Nuevo León. El tamagochi se convirtió de nuevo en ser humano luego que su tragedia fuera caricaturizada en Instagram.

Ya esta pareja había cruzado varios límites, sobre todo en el obtuso mundo de las redes. Antes de la surrealista adopción de fin de semana, Mariana, en el reality más que en la realidad, se cortó el pelo para lucir un ejecutivo corte a la garçon, más acorde a su nuevo papel de primera dama. Ella aprovechó la oportunidad y dijo que lo había hecho para donar sus lánguidas mechas a organizaciones que hacía pelucas para niños con cáncer. Para la sesión de fotos del corte, claro, se incluyó a un pequeño en el abismo de la metástasis. En esa ocasión las reacciones de me gusta y me encanta fueron muchísimas más que las que me desagrada: en los términos prácticos de la mediatizada pareja, la estrategia fue un éxito. 

Aquí el problema no son Samuel y Mariana, aunque ostenten cargos públicos —él, gobernador; ella, incluso, titular de la dependencia de recién creación Amar a Nuevo León—. Aquí el problema es una generación huérfana de empatía, que gravita en torno al placer propio y expedito, relampagueante, a costa de los demás. Samuel y Mariana son botones de muestra, sólo unos ciudadanos más de un imperio virtual empeñado en silenciar cualquier esfuerzo que no redunde en beneficios. Cascarones, vasos vacíos; granos de arena que se creen el centro del universo. Las generaciones que los anteceden —los ancianos— y preceden —niños— son simples accidentes, circunstancias que abonan —o no— a sus fines. 

 

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Una alta funcionaria de la comunidad de Madrid, cortada con la misma tijera que Samuel y Mariana, minimizó al inicio de la pandemia la situación dantesca que vivían las residencias de ancianos de la capital española. Una investigación reveló que su desdén —negó pruebas y material; relegó vacunas— se saldó en miles de muertes que pudieron haberse evitado. Sin embargo, en una sociedad en la que sólo se escuchan las estridencias de la internet, esta mujer está impune; incluso, muchos le auguran un futuro luminoso, aunque sus acciones hayan sido penumbra y oscuridad: muerte. 

Uno de los más grandes pendientes de estos meses ha sido la salud mental de los niños, arrumbados como objetos de cualquier plan gubernamental. Ellos no producen, ni votan, ni marchan, y, por tanto, se han convertido en el eslabón más débil de la tirante cadena de la sociedad. Fueron los últimos en retomar sus actividades escolares —y sociales— e incluso en países como el nuestro ni siquiera están contemplados en los procesos de vacunación: les basta una pomada, el placebo de la invisibilidad. Esta generación, la nuestra, le ha restado valor a los ancianos y a los niños, y aún no nos hemos dado cuenta. Tal vez la cercanía con la muerte, la pulverización de lo que creíamos normal, nos arrebató los sentimientos como el coronavirus nos quitó el gusto y el olfato. 

Sobrevivientes, al fin y al cabo, perdimos en el camino la capacidad de abrazar causas ajenas, de alegrarnos o entristecernos con otros. Somos los más fuertes de esta manada errante y errónea, caminando a un ritmo que deja atrás a los más débiles: niños huérfanos, cancerosos, ancianos… Nos conmueve un meme más que la historia de un niño que ha perdido a sus padres, o la de los padres que han perdido a un hijo. Somos tan Spider-Man: No Way Home, son tan È stata la mano di Dio. Nosotros y ellos, de los que sólo nos acordamos para la foto del Facebook. 

El dolor de los otros igual existe, y eso nos debería doler, como antaño. “Vendo zapatos de bebé, sin usar”. Sólo seis palabras se requieren para estrujar el alma. Arthur C. Clarke se las atribuye al bisturí con el que escribía Ernest Hemingway. Según el relato de Clarke, el escritor suicida apostó en una barra patibularia que era capaz de escribir el cuento más breve del mundo, con sólo seis palabras. Sus compañeros de tragos se rieron de él, quien esperó con la paciencia de quien agenda su muerte a que la timba se llenara. Fue entonces cuando Hemingway tomó una servilleta, sacó su estilete con el veneno de tinta y arañó: “For sale: baby shoes, never worn”. Se tomó de un trago el daiquiri, tomó el dinero y se fue. Aún se duda de la veracidad del relato de Clarke, otro mitómano consumado. Sin embargo, esas seis palabras siguen siendo un campo minado.

Clarke terminó su relato señalando: “Cuando me perdí en el bosque de la indiferencia me bastó recordar esas seis palabras para ubicar el Norte”.

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Lea, del autor: Bartleby en pandemia

 

Edición: Estefanía Cardeña


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