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del

Bartleby en pandemia

Poetas que abandonan a su musa y se enqueridan al streaming
Foto: Fernando Eloy

“Preferiría no hacerlo”. Más que respuesta fue cuchillo con el que cercena la conversación. El joven se acaba de graduar, y aun así se despilfarra sus días y sus noches; deambula en casa, transformado en triste mueble. “Hijo. Necesitas salir, buscar trabajo; ya no puedes seguir aquí, matando el tiempo”, le suplica su madre. Él, como Bartleby, corta de tajo, de nuevo: “Preferiría no hacerlo”, y se zambulle en el pantano de la pantalla. Era, hasta hace dos años, un chico activo, con buenas calificaciones. Antes de que se abriera este paréntesis comenzó a trabajar en un despacho. Cuando comenzó el encierro participaba con entusiasmo real en las reuniones virtuales con sus compañeros y jefes… hasta que el despacho cerró. Él siguió con sus estudios a distancia, y se tituló el año pasado con una tesis desabrida, lánguida. Intentó encontrar trabajo, vaya que lo intentó, hasta que un día se dio por vencido y se arrellanó frente a la televisión. De ahí, se queja su madre, no se ha movido en meses; siempre responde lo mismo, siempre. Se hartó de intentarlo. 

Poetas que abandonan a su musa y se enqueridan al streaming. Aventureros que miran arder con ojos vidriosos sus naves; pirómanos sin razón y sin motivo. Periodistas que se inventan historias porque están hartos que la realidad le dicte melancolía. Madres que desayunan tequila, peinando así sus nervios de punta. 

“Preferiría no hacerlo”, balbucea la niña cuando su vecina la invita a montar bicicleta en la colonia. Antes se inventaba alguna excusa, pero ahora ni eso. Esas palabras se han convertido en candado y en portazo; armadura que la protege del exterior y de lo que ahí acecha. Ella no sale por miedo: se atrinchera en su casa ante el bombardeo de noticias trágicas, del conteo macabro de contagios y muertos. “No quiero contagiarme y contagiar a mis padres y abuelos”, se justificaba al principio, cuando los caballos cabalgaban aún a lo lejos. Se registró la bajamar después de la turbulenta, primera marea, y miles de estudiantes regresaron a clase, menos ella, quien prefirió el oscuro búnker de su recámara a los luminosos recreos. Y ahí sigue, deshojando horas y conectándose puntualmente con el exterior. Ya no tiene amigas, sólo la pequeña vecina que no pierde esperanzas —o memoria— y pedalea cada tres tardes para invitarla a recorrer las hermosas ruinas de este nuevo mundo. “Preferiría no hacerlo”, repite, y su voz tintinea como un manojo de llaves, como un grillete. 

Reyes de la noche agobiados por el enjuto fantasma de la ley seca. Maestros que dan clase en salones vacíos, a pantallas apagadas; clamando en un desierto de interés. Perros que han dejado de perseguir motocicletas y de orinar árboles. Detectives salvajes a los que domó el encierro, admitiendo que el realismo visceral era únicamente una fachada para vender marihuana.

“Preferiría no hacerlo”, mastica en su interior. Y opta por irse, dejarlo atrás: borrarlo y hacer como si nada hubiera pasado. Regresa a la comodidad de la rutina, al mapa que conoce como la palma de su mano, dejando así escapar la oportunidad de estar con el amor de su vida. Pero, se justifica, ¿es esto vida? Como funambulista, todos los días evita caer al vacío desde la cuerda floja de su empleo, que es lo que se reduce su existencia. Su presente es una paradoja, en la que está segura que para vivir antes tiene que sobrevivir. No tiene tiempo para él, no tiene tiempo ni siquiera para ella. Sin embargo, se voltea y, cuando va a decirle que lo ama se contiene y calla por unos segundos. Abre de nuevo los labios, pero él ya sabe qué dirá de nuevo: “Preferiría no hacerlo”.

Hay una pandemia de desidia, una ola de contagios de indolencia; son días en los que se bosteza más de lo que se habla, y los vampiros que se aventuran, rápidamente hallan senderos para perder los sentidos. Miles están parapetados en la soledad, refugiados en la hueva, refugios en los que se olvidan del futuro que se les extravió en el camino, que les fue arrebatado. Este rosario de historias podría continuar, y continuar, y continuar; testimonios de legiones de jóvenes entumidos, de alborotos inexistentes de niños aletargados. Todos Bartleby, aquel personaje cuyo descenso al infierno de la indiferencia narró Melville. El escribiente brillante que, ante el relámpago de una revelación, epifanía de desdén, decide mandarlo todo a la mierda. Como muchos contagiados de este virus, Bartleby pierde las ganas de todo, incluso de comer, condenándose a un lento suicidio por inanición. 

 

Edición: Laura Espejo


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