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Los presidentes de Rusia y Brasil, Vladimir Putin y Jair Bolsonaro, respectivamente, sostuvieron ayer un encuentro en Moscú que reviste enormes consecuencias tanto por el contexto en que se produce como por el alcance de los convenios suscritos.

La visita de Estado del brasileño no sólo se realizó en abierto desafío a las “recomendaciones” de Washington de no efectuarla en momentos en que, según la Casa Blanca, se alista una invasión rusa a Ucrania, sino que además se saldó con acuerdos de intercambio de tecnologías militares, compra de armamento, abastecimiento de fertilizantes para la agricultura, voluntad compartida para incrementar el comercio bilateral y cooperación en el ámbito del petróleo y el gas.

La visita, que también incluyó una reunión entre los ministros del Exterior y de Defensa, incluyó un mutuo espaldarazo geopolítico. Mientras Bolsonaro declaró que Brasil “se solidariza” con Rusia, los anfitriones expresaron que el gigante sudamericano “es un importante socio estratégico de Rusia en América Latina”, y el comunicado conjunto emitido tras la reunión ratifica el respaldo ruso a la añeja aspiración brasileña de ocupar un asiento permanente en el Consejo de Seguridad de la Organización de Naciones Unidas.

 

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Si la presidencia de Bolsonaro ha sido consistentemente catastrófica para la sociedad brasileña, lo ocurrido en Moscú supone una sorpresa mayúscula en el plano de su política exterior, en un inicio alineada del modo más cerril a los dictados de Washington.

Si es cierto que este viraje responde en buen grado a la salida del despacho oval de Donald Trump (con quien el político filofascista tenía estrecha afinidad ideológica y personal), no lo es menos que el acercamiento de Brasilia con el Kremlin supone un sonoro fracaso para la administración de Joe Biden, que de esta manera pierde su ascendente sobre el país con la mayor economía y la mayor población de Latinoamérica. No debe olvidarse que desde el golpe de Estado contra Dilma Rousseff en 2016, Brasil se había convertido en correa de transmisión de los designios de la Casa Blanca en el subcontinente, función que ahora queda cuando menos en entredicho.

Esta derrota de Biden es también un éxito para Putin, quien de esta manera afianza su influencia en la región sumando aliados en ambos extremos del espectro ideológico. Lo que está claro es que ambos dirigentes actúan movidos por el pragmatismo, pues el acercamiento les permite afianzar sus posiciones en momentos en que el europeo encara amenazas y provocaciones de Occidente a la seguridad nacional rusa, y el sudamericano se encamina al intento de relegirse en medio de una gestión desastrosa y un marcado declive de su popularidad.

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Edición: Emilio Gómez


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